El jueves pasado Jesús afirmaba que “no hay nada oculto, sino para que salga a la luz” (Mc 4,21). Hoy el profeta Natán hace lo propio con las miserias de David. Momento ciertamente delicado. Episodios similares a lo largo de la historia han acabado fatal, con la muerte del denunciante y el abuso de poder del denunciado. Pero en esta ocasión, la historia acaba como a todos nos gusta: el bien vence. Al menos hasta la próxima ocasión.

El ocultamiento de las malas acciones o su maquillaje como algo bueno forman parte de la vida real. Llegamos incluso a los casos extremos en que en el ámbito social la corrupción campea a sus anchas sin que la justicia ponga las cosas en su sitio, al menos con la celeridad que mereciera. Pero ya sea en el ámbito personal, familiar o social, difícilmente se puede construir algo bueno sobre unos cimientos malos. No si la intención del que hace mal sigue torcida y no está dispuesto a cambiar de rumbo.

Es necesaria la conversión del corazón que nos lleva a rectificar y a pedir perdón. En ese caso, podemos explicar mejor el conocido aforismo “Dios escribe recto con renglones torcidos”. Es experto en sacar bienes de nuestros males. En el caso que nos ocupa, un pecado como el adulterio y el asesinato, puede convertirse por la fuerza y sinceridad del arrepentimiento en una causa de bienes: Betsabé será la madre de Salomón, el sucesor de David y quien construirá el edificio más emblemático para los judíos: el tempo de Jerusalén.

Dios juzga el corazón, las entrañas del hombre. Llega infinitamente más lejos que los juicios humanos, donde por un lado, se juzgan sobre todo las acciones exteriores, y por otro a veces se defiende por norma la presunción de inocencia de un auténtico culpable, o pero aún, se condena injustamente al inocente. Cuesta ver que alguien que ha obrado mal en conciencia y ha hecho un mal cierto entre en un juzgado reconociendo que es culpable.

En cambio, el juicio de Dios llega a lo profundo del corazón. No hace falta que haya acciones exteriores, puesto que ya en el interior podemos cometer males. David primero deseó adulterar. Por eso el Señor puede exigirnos como mandato “no desear”. Es algo que la ley civil nunca puede hacer.

En el sacramento de la penitencia experimentamos un caso único de juicio: entramos culpables y no a defender nuestra inocencia. Ciertamente es así porque entramos en la presencia misma de Dios, que nos conoce como somos, que nos escucha, que ve la sinceridad del corazón, y quien finalmente nos absuelve no como a súbditos, sino como a hijos.

La misericordia divina constituye el cimiento de la seguridad en la vida del cristiano. David no lo era todavía, pero su vida fue un constante comenzar y recomenzar sustentado por la mirada divina. La fidelidad de Dios va unida a la inconstancia del hombre. Aunque el mal acecha, los vientos soplan y las tempestades son frecuentes, ponemos nuestra mirada en el Señor. Esperemos que no tenga que decirnos de nuevo: “¿Por qué tenéis miedo?”