C. S. Lewis, el gran literato y pensador inglés del siglo XX, en una de sus famosas conferencias en Oxford, siguiendo a su gran maestro George Macdonald, sorprendió a su auditorio con esta tajante afirmación: «el inicio del infierno es decir yo soy mi dueño». Todos se quedaron atónitos ante sus palabras y se hizo un silencio sepulcral.  «El inicio del infierno es decir yo soy mi dueño» porque el hombre no es dueño de su vida . «Es la tentación más antigua, la más ancestral, la más sibilina y la más destructiva».  Si uno se cree dueño de su vida, no necesita de nada ni de nadie. Se convierte en un absoluto que desemboca al final en una terrible soledad. Quizás se confunde ser dueño con «tener dominio»: capacidad preciosa de crear, orientar la vida, someter las cosas y reproducirlas. El que se cree «dueño» de su vida, no dejará que nadie le oriente y tendrá la tentación de usar a los demás, manipulándolos, como medios para sus fines.

Israel había caído en esta tentación de adueñarse de su destino de tal modo que ya no le importaban los mandatos de Dios, pensaba de sí mismo que había alcanzado el poder suficiente para vivir sin la fuerza del Señor. Jeremías se presenta ante ellos profetizando su desgracia: si no necesitas a Aquel que te dio la vida porque te sientes autosuficiente y poderoso, te conviertes en… «maldito por confiar en el hombre y en la carne busca su fuerza, apartando su corazón del Señor«.  Babilonia invadiría Israel y destruiría Jerusalén.

Igualmente, en la vida cotidiana, puedo tomar una actitud como la del rico Epulón, autosatisfecho en sus logros y comodidades, quizás encerrado en sí mismo, negando la posibilidad de ayudar a los demás del mismo modo que niega la necesidad de que alguien le ayude a él. Nunca ha escuchado a quien le deseaba corregir, no quería parecer vulnerable si abría a los demás su corazón, ni compartir sus riquezas -que en el fondo, todas las había recibido-. «Yo soy mi dueño»-volvería a pensar-, y que los demás se apañen. Si en este mundo no estás abierto a los demás, necesitado de dar como de recibir amor, es imposible alcanzar la felicidad. Cerrado finalmente al amor de otro, terminas cerrado al amor de Dios.

Lázaro es el contrapunto, aparece pobre, es decir, necesitado de la misericordia de los demás.  Su felicidad dependía de Epulón, pero el rico de sí no era capaz de salir al encuentro de su hermano necesitado. Juntos podrían haber tenido una dicha multiplicada. Pero uno se encerró y el otro permaneció pobre. Sin embargo, como Lázaro permanecía con la mano abierta pudo recibir la mano de Dios que le llevó hasta su casa; mientras Epulón con la mano cerrada sólo le quedaba quedarse solo, sin disfrutar del manantial que Lázaro siempre tendría al estar ya cerca de Dios. Entonces es verdad que «el inicio del Cielo es decir tú eres mi bien».