Se aprende mucho de aquellos tozudos israelitas, que no terminaban de fiarse de su Dios, por más que tenían signos más que suficientes para ello. La extraordinaria paciencia que tuvo el Señor con ellos es para nosotros una bella imagen de la paciencia, también infinita, que tiene con cada uno de nosotros.

Estando en Egipto se quejaron de la esclavitud y el Señor les liberó; y, siendo libres, mientras caminaban por el desierto hacia la tierra prometida, empezaron a quejarse de la falta de pan y el Señor les mandó el maná; y cuando ya se habían cansado del maná, porque seguían añorando la situación de Egipto, el Señor les manda la plaga de serpientes. Y solo entonces, cuando empiezan a pasarlo mal de verdad, entonces se dan cuenta de que se han comportado como niños caprichosos y exigentes y lloriquean a Moisés para que el Señor les libre de ese castigo. Y, una vez más, el Señor hace gala de su paciencia y manda a Moisés construir esa serpiente de bronce que, al ser levantada, salvaba la vida de los mordidos de serpiente. Poco debió durar su arrepentimiento, pues en cuanto desapareció el castigo de las serpientes, aquellos tozudos israelitas volvieron a las andadas, es decir, a quejarse y a no terminar de fiarse de ese extraño Dios de Moisés, que no era como los demás dioses de los pueblos vecinos.

Algo parecido le pasó también al hijo pródigo de la parábola de Jesús: hasta que no pasó hambre no se planteó la posibilidad de volver a la casa de su padre. Y, con la boca hecha agua, añorando las suculentas mesas de su infancia y recordando el olor de los asados, emprendió su camino de vuelta al Padre.

Poco ha cambiado desde entonces la condición humana, porque también nosotros seguimos acordándonos de santa Bárbara solo cuando truena. Hasta que no nos llega el agua al cuello no levantamos la mano a Dios para pedirle un flotador. Cuantas veces reducimos nuestra oración o nuestras prácticas religiosas a un mercadeo con Dios, en el que le damos nuestros rezos a cambio de ese favor que le estamos pidiendo. No digo que no haya que pedir, no, pues la oración de petición es una oración humilde, que nos pone muy en nuestro sitio. Lo que digo es que no hay que mercadear. Como si Dios fuera una máquina de bebidas y café: yo meto la moneda, selecciono lo que quiero y automáticamente me sale por la bandeja. Es decir, yo necesito que Dios me conceda algo, le rezo y automáticamente me lo tiene que conceder. Si no funciona, lo vuelvo a intentar varias veces; pero, entonces, viene la decepción, y decimos que Dios no nos escucha, no nos hace caso, no hay quién le entienda, no me concede lo que le pido porque me está castigando, etc. Y, al final, echándole cara al tema, terminamos repitiendo ese estribillo tan puritano y comodón: ¿cómo es posible que el mundo esté tan mal y Dios no haga nada para cambiarlo?

Nuestra fe dista poco de aquella de los israelitas, que atravesaban el desierto, fiados de una promesa que no se terminaban de creer, y desanimados por la rutina de un día a día caminando bajo el calor y la sed, en el que Dios no les resolvía los problemas y no les privaba de incomodidades y trabajos. Nos cuesta orar, fiarnos de Dios, caminar en el desierto de nuestra rutina diaria, ver la mano de Dios en los trabajos y dificultades de la vida, porque ni la fe ni la oración nos evitan los problemas: no nos ayudan a llegar a fin de mes, no nos resuelven el paro y las injusticias, no nos resuelven las enfermedades, no cambian mi carácter y mi forma de ser, etc. Una fe miope y superficial nunca sabrá tocar la mano de Dios fuera de sus esquemas y prejuicios, por más que el Señor le libre de la esclavitud de Egipto, le conceda el maná o le salve de muchas serpientes. Y el problema no es que tengamos una fe frívola y trivial; el problema es que muchos católicos, satisfechos de su pobre religiosidad, se contentan con ello y no aspiran a más.