“Todos, menos los apóstoles, se dispersaron por Judea y Samaría […] Los que habían sido dispersados iban de un lugar a otro anunciando la Buena Nueva de la Palabra”. Resulta conmovedor contemplar el fruto de la predicación de la Iglesia en medio de las persecuciones y dificultades. Las persecuciones de los comienzos fomentaron la dispersión, pero de ese modo también se dispersó la semilla y se hizo realidad el salmo: “Aclamad al Señor, tierra entera”.

En algunos lugares de Asia oriental donde hace siglos se predicó la palabra, surgieron comunidades cristinanas que fueron más tarde perseguidas y suprimidas. No obstante, muchos cristianos permanecieron fieles a Cristo, aun a pesar de la falta de sacerdotes. Siglos después, nuevos misioneros se sorprendieron por la fidelidad de esas gentes, que habían mantenido de generación en generación su fidelidad al evangelio.

Esa siembra de la palabra que se hace con sangre genera frutos propios de la acción del Espíritu Santo. Pero en la vida cristiana, para que llegue a plenitud, no se siembra sólo la Palabra, sino que la Palabra va acompañada por el Pan. Esos cristianos que han vivido tantos años sin sacerdotes, o algunas regiones actuales donde se celebra la eucaristía esporádicamente (algunos lugares de América Latina, por ejemplo) ¡cuánto valoran celebrar aunque sea “de pascuas a ramos” el misterio eucarístico!

Palabra y Pan son dos elementos esenciales de la Eucaristía, sacramento que fundamenta la Iglesia, la alimenta y la fortalece. “Yo soy el pan de la vida”, afirma Cristo en el evangelio. Es necesario que la Palabra se encarne en el Pan, porque el Verbo de Dios perpetua su encarnación cuando en la Misa se pronuncian las palabra eficaces de la consagración, mediante las cuales el Espíritu Santo hace el milagro de la transubstanciación: el pan se hace Pan y el vino, se hace Vino.

Así, por un lado, en la liturgia de la palabra, el Señor se introduce en nuestros corazones cuando le escuchamos dócilmente y nos dispone a recibirle adecuadamente después en la comunión eucarística. La participación en la eucaristía, que la Iglesia nos recomienda hacerlo a diario, no es sólo una unión espiritual con Dios, sino que también es corporal: no sólo hay Palabra (Logos, en griego), sino que hay Logos encarnado, es decir, hay también cuerpo. De este modo, aparece algo característico y único en el cristianismo: no sólo escuchamos a Dios; también le tocamos, estamos en Él y Él está en nosotros.

Le pedimos al Espíritu Santo que nos disponga siempre a escucharle y a preparar especialmente la celebración de la eucaristía, si es posible a diario. ¡Que no nos acostumbremos! Y si lo hacemos, que busquemos formas de romper esa rutina: leyendo antes la liturgia de la palabra, acudiendo a oraciones o textos que nos preparen mejor, fijarse cada día en elementos diversos de la liturgia, leyendo un libro que explique la misa…