El relato de Felipe y el ministro de Candaces, reina etíope, nos sugiere una reflexión acerca de la Palabra de Dios y su eficacia salvífica en nuestra vida.

Alguien que se confesaba ateo se leyó una vez los cuatro Evangelios completos. Le pareció una historia bonita, pero sólo eso. No obstante, al ser el libro más famoso y venerado en la historia de la humanidad, la intención que le llevó a coger esa publicación quizá fuera experimentar algo parecido a Bastian Baltasar Bux cuando leía La historia intermiable. No sé si extisten los libros mágicos, pero estoy convencido que la Biblia no lo es, al menos en ese sentido. No obstante, es un libro que hace milagros, que cambia, que transforma: la palabra de Dios es viva y eficaz. Pero para abrir el libro y que obre milagros hace falta pronunciar las palabras mágicas: éstas tienen que ver con la gracia divina y la disposición del corazón. Veámoslo.

Afirma el Concilio en primer lugar (Dei Verbum, 12): “la Sagrada Escritura hay que leerla e interpretarla con el mismo Espíritu con que se escribió para sacar el sentido exacto de los textos sagrados”. Es decir, que el intérprete adecuado de la Escritura es Aquél que la escribió: el Espíritu Santo. Nadie mejor que Él podrá explicárnosla. Por eso afirma Jesús en el evangelio de hoy: “Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me ha enviado”. Esa atracción hacia Dios la produce el Espíritu Santo dentro de nuestros corazones. Tenemos la primera palabra mágica para que Dios obre milagros: el deseo —aunque sea incosciente— de conocer y amar a Dios.

Continua el Concilio: se ha de atender “al contenido y la unidad de toda la Sagrada Escritura”. Un relato suelto no permite conocer mucho a Dios. Hace falta ver el contexto, el conjunto completo. Sólo así cada parte adquiere su valor. En un puzzle, una pieza suelta no dice nada, pero es necesaria para formar el conjunto; y el conjunto, sin esa pieza no está completo. La Iglesia, por esta razón, nos da cada día en la liturgia de la palabra de la Misa unas pocas piezas de ese gran puzzle que es la Escritura en la que conocemos a Dios. Y cada día vamos sumando piezas. La segunda palabra mágica podríamos decir que es la paciencia, es decir, el tiempo que necesitamos para ir asimilando, ampliando, comprendiendo y colocando cada pieza en su lugar.

Sigue el Concilio: hay que tener en cuenta “la Tradición viva de toda la Iglesia”. Aquí es donde la historia del ministro de Candaces nos puede ayudar especialmente. Felipe le pregunta: “«¿Entiendes lo que estás leyendo?». Contestó: «¿Y cómo voy a entenderlo si nadie me guía?»”. El eunuco desea entender y, con humildad, se somete a que otro le explique. La tercera palabra mágica es la confianza y la docilidad, es decir, la certeza de que uno por sí mismo no logra comprender: hace falta vivir en comunión con la Iglesia, que hace de maestra y nos explica las Escrituras. Es la Tradición viva, que aparece representada por Felipe. El mensaje se comunica por mensajeros vivos, quienes nos guían y nos indican el camino. Quizá es momento de darle gracias al Señor por los vivos que nos han comunicado la tradición: nuestros padres, catequistas, amigos, sacerdotes…

Pro último, afirma el Concilio, “la analogía de la fe”. Es el habitual escollo que encuentran los que se toman la lectura de la Biblia al modo de un ingeniero: todo calculado, medido, previsto. La Escritura nos revela a Dios, pero no quiere decir que se le conozca y comprehenda perfectamente. Primero, porque es infinito, y nuestro conocimiento finito; segundo, porque revela a un ser personal, y por lo tanto, irreductible a conceptos lógicos y certezas científicas; tercero, porque la promesa de Cristo es la contemplación beatífica en la eternidad, donde conoceremos perfectamente a Dios. Mientras vivimos en la tierra, comprendemos a Dios a través de la analogía con las cosas que comprendemos. ¡Claro que a través de la Escritura le conocemos! Pero siempre podremos conocerle más y mejor. Las parábolas de Cristo son un buen ejemplo de cómo se nos explica realidades sobrenaturales a través de elementos cotidianos conocidos por todos. La cuarta palabra mágica es pues, la esperanza en que un día conoceremos plenamente lo que ahora se nos manifiesta veladamente.