Hechos de los apóstoles 15, 1-2. 22-29

Sal 66, 2-3. 5. 6 y 8 

Apocalipsis 21, 10-14. 21-23

San Juan 14, 23-29

“En aquellos días, unos que bajaron de Judea se pusieron a enseñar a los hermanos que, si no se circuncidaban conforme a la tradición de Moisés, no podían salvarse.” Los grandes predicadores de la libertad suelen convertirse en unos tiranos. Estos predicadores empezarían a poner en duda la autoridad de los apóstoles (a fin de cuentas eran tan hombres como ellos), luego empezarían a criticar ciertas prácticas de los primeros cristianos y, como nuevos liberadores, acabaron imponiendo sus propias normas. Esas sí que eran buenas. Cuantos párrocos he visto que hacían y deshacían lo que querían en la parroquia con un Consejo Pastoral sumiso y obediente, bajo un manto de democracia. Pero al final la parroquia se convierte en un ligar lleno de normas: se bautiza un día concreto en semana, se casa sólo a algunos, se abre unos minutillos al día, se confiesa con cuentagotas ya quien no piensa como el jefe se le cierran las puertas.

“El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en é1. El que no me ama no guardará mis palabras.” No soy canonista ni hijo de canonista, pero cuando me tropiezo en la vida con las normas de la Iglesia suelo fiarme de ellas. A veces no las entiendo a la primera, pero las medito, me informo y descubro que las normas de la Iglesia suelen surgir de la preocupación de que todos, aunque pensemos y seamos distintos en muchas cosas accidentales, podamos llegar a conocer el amor de Dios. Para muchos esto parecerá escandaloso. La Iglesia es la represora del amor, de la libertad, de la tolerancia y la diversidad. Ya escucho a muchos que aplaudían los primeros meses al Papa ponerle verde en las sobremesas. Sin embargo quien sigue las normas de la Iglesia (sin legalismos absurdos), será difícil que cierre su puerta o su corazón a nadie, que haga exclusión de personas o se quede contento con una labor realizada a medias. Sabrá que cualquier persona es capaz de Dios, de que el Espíritu Santo actúe en él. Si sigo mis normas (que las pondré, por muy liberal que me llame), conseguiré que se acerquen a mí y me aplaudan. Si sigo las normas de la Iglesia, que no son tantas, se acercarán a Cristo, aunque se olviden de mi.

“La muralla tenía doce basamentos que llevaban doce nombres: los nombres de los apóstoles del Cordero.” Esa es la casa definitiva, la casa de Dios, a la que tenemos que llegar y tenemos que indicar el camino a los demás, no a la nuestra que será una casa vacía o, en todo caso, llena de nuestro orgullo y de nuestra vanidad.

En la casa de Dios nos recibe Santa María, nuestra Madre a la que dedicamos todo este mes y, ojalá, toda nuestra vida. Que ella nos ayude a sacudirnos tantas falsas normas que nos imponen y nos imponemos y nos quedemos con las que perduran.

“El Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho.” Si yo conozco todo lo necesario sobre lo malo que es el fumar y no me decido a dejarlo ¿No crees que también tú y yo sabemos todo lo que es necesario para ser santos pero no nos decidimos a dejarle al Espíritu Santo actuar en nuestra vida?. No sé si es que no soy capaz o en el fondo no quiero ser santo pero te aseguro que es mucho más fácil que dejar de fumar y trae muchas más ventajas. “Ven Espíritu Santo, llena los corazones (y pulmones) de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor,” repítelo mucho estos días y descubrirás que puedes y quieres ser santo.

Ojalá le tuviésemos el mismo asco al pecado que el que muchos lo tienen al tabaco (por ejemplo), y fuésemos tan insistentes para que los demás vivan en gracia de Dios.

María me quiere, aunque fume, pero no me gustaría que un beso mío oliese a nicotina y mucho menos que apeste a pecado, aunque sea venial.