La Ascensión se produce después de que Jesús, como indica san Lucas, se ha aparecido durante cuarenta días a sus apóstoles dándoles pruebas de que está vivo. Ese período ha sido como de instrucción para que la Iglesia, a partir del testimonio de los apóstoles, viva según Cristo resucitado. Acabado el aprendizaje, por así decirlo, Jesús sube al cielo. Personalmente es una de las fiestas que más me gusta, porque indica que no hemos de buscar al Señor aquí o allí, sino que está en su Iglesia. Acabada su misión, y a punto de enviar el Espíritu Santo, regresa con su humanidad al seno de la Trinidad. Ahora Jesús puede llegar a cada hombre con la Iglesia. De esa manera se cumple lo que Benedicto XVI decía: que Jesús es contemporáneo de cada uno de nosotros. La Ascensión va vinculada a la promesa del Espíritu Santo que indica una nueva forma de estar Jesús con nosotros.

Si los apóstoles vuelven contentos a Jerusalén, como indica el final del evangelio que escuchamos hoy, es porque experimentaron en la ascensión de Jesús la victoria definitiva y el modo como iba a permanecer para siempre con ellos. La verdad es que es muy bello contemplar esta verdad. Hay muchísimas cosas que nos la recuerdan, como los campanarios de las iglesias. Cuando uno se encuentra ante ellos instintivamente mira a lo alto. Jesús ha subido, pero nos llama a ala iglesia.

San Pablo, en la segunda lectura indica la nueva realidad que está en germen. Por eso dice: “Y todo lo puso bajo sus pies y lo dio a la Iglesia, como Cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos”. Son palabras muy consoladores. Cierto que Jesús sube al cielo. Eso es un hecho que no puede negarse y que forma parte de la fe de la Iglesia. Esta verdad es predicada desde el principio. Era algo que sucedió y que fue visto por los apóstoles. Pero también es verdad que se une de una forma más plena al hombre. Antes lo había hecho por la encarnación asumiendo nuestra misma condición humana, excepto en el pecado. Ahora se une al hombre en un solo cuerpo, que es la Iglesia. Es precioso.

Jesús sube el primero y, por decirlo de alguna manera, al introducir su humanidad junto a las demás divinas personas hace como de cuña para todos nosotros. Lo seguirá María Santísima y todos los redimidos. Por eso nos exhorta san Pablo: “Ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama”. Cuando pensemos en nuestro destino definitivo hemos de mirar al que primero subió al cielo. Lo hizo abriendo un camino y completando esa obra de ingeniería espiritual que une al cielo con la tierra. Así completa su obra de pontífice, constructor de puentes. ¡Y cuál es la naturaleza de ese puente? Su propia humanidad. Bajo a la tierra y tomó la condición de esclavo, como dice san Pablo. Y con esa humanidad construyó un paso inquebrantable hacia la vida eterna. Por eso es camino, verdad y vida.

No podemos prescindir de la humanidad de Jesús, ni de su Iglesia. La solemnidad de hoy nos lo recuerda. Jesús mismo une ambos hechos al encargar a sus apóstoles la predicación del evangelio y la misión de bautizar a sus apóstoles. Fiesta grande en el cielo y también aquí en la tierra.