“Para que todos sean uno, como tú Padre en mí y yo en tí (…) para que el amor que me tenías esté en ellos como también yo estoy en ellos”.

Demos inmensas gracias a Dios por revelarnos en Jesucristo el más grande de sus designios para toda la humanidad. Este “que todos sean uno” ha sido, es y será el gran signo de los tiempos. Es el testamento del Señor, el ángulo por el que interpretar el fin de la historia. El carisma que puede orientar nuestra vocación, nuestro ser cristiano, el modo más perfecto de ser Iglesia y extender el reino de los Cielos.

Hace unos días estuve celebrando misa a una treintena de chavales de primero de bachillerato. Aunque eran alumnos de un colegio de ideario religioso, la situación era complicada. La mayoría de ellos se declaraban ateos o agnósticos y se sentían forzados a participar de aquella misa de la que no tenían ningún interés. Con “temor y temblor” me acerqué a ellos para realizar algo sumamente sagrado para mí, pero con la sensación de que ellos no lo iban a valorar en absoluto. Sin embargo, doy gracias a Dios por llevar esta luz impresa en el corazón: todos, todos son candidatos para vivir en Dios. Porque eso es lo que quiere Dios: que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Y me lancé seguro de que en su corazón habita el deseo de la felicidad y que ese deseo sólo la Trinidad puede colmarlo.

A propósito del evangelio del paralítico de Cafarnaúm, les pregunté en la homilía por aquello que la gente busca desesperadamente en sus vidas, y entre las varias respuestas llegó la consabida del deseo de la felicidad. La cuestión clave entonces era discernir  su esencia. Dieron respuestas bellisimas: «la felicidad consistía en hacer felices a los demás», «dar con gratuidad», «poder tener la compañía de personas que te importan», etc. Vi entonces la oportunidad de declararles este maravilloso designio divino: la felicidad es el fruto de la unidad. Porque la unidad es nuestro destino. Podemos tener una carrera fantástica, una casa lujosa, un gran bienestar, desarrollar el trabajo de tus sueños… Pero si falta la unidad con los que te rodean, todo se hace angustioso e insoportable. Cuando hay unidad  todo el mundo disfruta, cuando estamos desunidos todo el mundo sufre. Cuando el amor recíproco de Cristo nos lleva a la unidad, la casa se hace hogar, da gusto ir a trabajar y el enfermo se siente en paz.

¿Cuál fue la reacción de los chavales? En aquel momento los tutores y yo nos dimos cuenta que la misa adquirió su más pleno significado, el ambiente se transformó, los muchachos asentían con la cabeza y se veía que todos tenían una gran luz para entender sus vidas. Tener una familia sí, pero unida. Un trabajo sí, pero donde se respire este ambiente de cordialidad, equipo y comunión. Una parroquia sí, pero llena del Espíritu, vínculo de la unidad. Un dolor sí, pero consolado con el abrazo del que se une en tu compañía. Somos seres en relación, hemos nacido a imagen y semejanza de Dios, y para esto nos movemos y existimos, para construir la casa de la unidad aquí que viviremos definitivamente allí.