Cuando el corazón humano se va acostumbrando al pecado temina por endurecerse como un pedernal y volverse indiferente ante las más injustas y atroces acciones. Esto pasa a diario, pues no hay más que leer deprisa los titulares de las noticias para darse cuenta de que la maldad, cuando anida en el corazón del hombre, es capaz de cualquier cosa. Si esa maldad se alía con la indiferencia ajena, tenemos ya una combinación perfecta para que el pecado campe a sus anchas por todas partes. Si, además, lo revestimos de apariencia de bien y lo justificamos en nombre de Dios, ya nos queda perfecto. El problema, quizá, o al menos uno de ellos, es que hemos perdido la conciencia del pecado, o mejor, la conciencia del amor. Ahora al pecado lo llamamos “error humano”, porque “una equivocación la tiene cualquiera” y, en cualquier caso, “no es problema mío, así que allá cada cual”, que para problemas ya cada uno tiene los suyos. Y el amor lo hemos sustituido por la buena educación, por la solidaridad, por la beneficencia o por el “buen rollo”.

Los labradores de la parábola se apropiaron indebidamente de una viña que no era suya, y que solo habían recibido en arrendamiento. Pero lo que empezó siendo una cosa buena (que la tierra fructificara con abundancia) terminó por convertirse en una ambición egoísta, que les cegó el corazón para olvidar que no eran dueños de lo que habían recibido. Los fariseos, que no tenían un pelo de tontos, se dieron cuenta enseguida de que aquella parábola de Jesús se refería a ellos; pero, estaban tan acostumbrados a vivir una doble vida y a saborear el prestigio de la gente, que se les hacía muy difícil reconocer su error. En nombre de Dios, prefirieron seguir conviviendo tan a gusto con su propia ceguera.

Nos acostumbramos a recibir con tanta facilidad y gratuidad los dones de Dios que terminamos por hacernos sus dueños y crearnos derechos sobre ellos. Perdemos la conciencia del don y, por lo tanto, la conciencia filial, porque “hijo” es aquel que aprende a recibir el amor y los dones del Padre, y vive, por tanto, con el corazón henchido de gratitud. El buen hijo siempre se siente deudor, nunca dueño. Es la conciencia filial que también perdió el primer hombre en el paraíso. Y es la conciencia de hijo que habían perdido los labradores de la viña y los fariseos del tiempo de Jesús. Por eso, no tuvieron ningún escrúpulo en matar al hijo del dueño, porque les recordaba, con mayor fuerza aún que los criados, cómo habían sido tratados por el dueño de la viña: como hijos y no como criados.

El pecado contra Dios nace de un corazón que quiere ser dueño, adulto y no hijo. Y el drama tremendo del hombre de hoy es precisamente ese: que ha perdido su conciencia de hijo y vive huérfano, de Dios y de sí mismo. Un hombre que quiere ser dueño y adulto termina por adueñarse del bien y del mal hasta imponer su propia medida a todo. Y esta ambición de poder, de autonomía respecto a Dios, a costa de matar al hijo que todos llevamos dentro, endurece el corazón y lo ciega hasta perder la conciencia del amor y, por lo tanto, del pecado. El desprestigio hacia la vida y la maternidad, que destroza de raíz la riqueza de una cultura y el bien común de una nación, tiene mucho que ver con la pérdida de esta conciencia filial. Y, cuidado, porque esto es para todos: para los que rezamos y para los que no rezamos, para los que creemos o no, para los católicos o no católicos. Porque, ¡cuántos cristianos hay que, por más que van a Misa y rezan y dicen que creen y bla, bla, bla…, viven su fe y su relación con Dios con la conciencia de ser criados y no hijos¡