El corazón es el lugar de la memoria. En el corazón almacenamos recuerdos, experiencias, sentimientos y afectos que nos van marcando a lo largo de la vida. Del corazón nacen nuestras palabras, nuestros actos, nuestros pensamientos, y al corazón vuelve todo lo que somos y hacemos. Es el filtro por el que pasa todo lo que nos ocupa en nuestro día a día. Nuestra relación con Dios también anida en el corazón, pues la lógica de la fe es la lógica del amor. La fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, que celebrábamos ayer, nos enseñaba precisamente eso: que Dios no es una idea, sino un Corazón ardientemente enamorado del hombre.

Es difícil imaginar todo lo que María guardó en su Corazón de Madre. Algo –seguramente mucho– sabría san José, el gran confidente de María, a cuyo corazón también el Señor confió tantos misterios. Y cuánto no sabría el Hijo, que aprendió de ese Corazón materno a amar y a entregarse a los hombres. Es difícil intuir la gran riqueza afectiva de ese Corazón tan femenino y materno que, traspasado por la gracia, supo hacerse cobijo de Dios. Por eso, impresiona escuchar en el Evangelio de hoy ese desahogo de María cuando, después de tres días de búsqueda, encuentran por fin a Jesús junto a los maestros en el Templo: “Tu padre y yo te buscábamos angustiados”. Y tampoco comprendieron la respuesta de Jesús, por más que también José y María andaban ocupados en las cosas del Padre. Deliciosa intimidad la de estos tres corazones, que el Padre unió para siempre en la familia de Nazaret; pero, no idealicemos ni espiritualicemos artificiosamente lo que fue el estilo más propio de la vida de Nazaret: ¡la absoluta normalidad!

Muy acertada la Liturgia, al colocar juntas estas dos fiestas: la que celebrábamos ayer, del Sagrado Corazón de Jesús, y la que celebramos hoy, del Corazón Inmaculado de María. Son una llamada a redescubrir el camino del amor, como el eje y centro de nuestra fe y de nuestrea relación con Dios. Es quizá lo que más nos está reclamando el mundo de hoy: que demos testimonio del verdadero amor. Pero de un amor que no tiene nada de sensiblería, de sentimentalismo o de espiritualismo ñoño, sino que conoce el lenguaje de la entrega, de la renuncia, de la felicidad que nace del don al otro. ¡Este amor sí que es atractivo! Pero, para amar así, hay que tener el corazón muy lleno del Espíritu Santo, ese Amor que Dios ha derramado en nuestros corazones. Porque, según san Juan, en eso consiste el amor: en que Dios nos amó primero.

Acerquémonos hoy con especial mimo y delicadeza a ese Corazón materno de María, bajo el cual fue concebido el Verbo. Y aprendamos en esta escuela la gran tarea del amor, a Dios y a los hombres.