Nos aferramos a esta vida como si fuera la vida definitiva. Nos agarramos a todo tipo de seguridades humanas, y nos gustaría tener en nuestra mano la llave del tiempo para conseguir que, al menos, transcurriese más despacio. Pero, poner todas las esperanzas en una vida que pasa, que no es la que nos hace felices, es no saber invertir a largo plazo.

Aquella mujer de Naín, que años atrás había llorado el dolor de su viudez, caminaba ahora por las calles de su ciudad llorando la muerte de su único hijo. Una gran multitud de gente la acompañaba, incapaz de consolar y dar sentido al absurdo de la muerte. Jesús se acercó a ella, profundamente conmovido en sus entrañas por el dolor y la aceptación de aquellas lágrimas maternas. Se le anticipaban ya los ecos dolorosos de su pasión, anunciándole tanto dolor que, un día, habían de contener las lágrimas de su Madre permaneciendo al pie de la Cruz. Esa situación, humanamente tan extrema, fue la ocasión propicia para que aquella mujer se encontrara con el consuelo y la compasión de Cristo. Acostumbrada a llorar de cerca la muerte, la de su marido y ahora la de su hijo, tenía ahora ante sí también a la vida. Jesús tocó el féretro y, con su palabra, devolvió la vida al que estaba muerto. Con la delicadeza propia de un corazón divino, Jesús tomó al niño y se lo entregó a su madre, viendo en ella algo de aquellos brazos de Madre en los que un día habría de descansar su mismo cuerpo muerto y desclavado de la Cruz.

Tú también te cruzas en tu vida con situaciones de pecado, de injusticia, de dolor, de oscuridad, de maldad, de muerte física o espiritual. Tú también acompañas, quizá, con lágrimas de impotencia muchas circunstancias humanamente absurdas e incomprensibles, en las que el poder del mal parece aturdir y ahogar la acción de Dios, o ante las que no sabemos encontrar ni dar más respuesta que el aparente silencio de Dios. Tocas, quizá, en tu propia vida y en la de los demás, muchos féretros que esconden aparentes fracasos, injusticias y persecuciones, incomprensiones de los buenos, noches y oscuridades del alma, lejanías, ausencias y aparentes silencios de Dios… Y, sin embargo, es en la muerte donde más se manifiesta el poder divino de la vida.

Piensa que la gracia de Dios puede tocar, sanar y hacer revivir las situaciones de muerte y de pecado aparentemente más extremas y absurdas. Allí donde el mal y el pecado hacen estragos, allí sigue siendo Dios el dueño y señor de la vida. No te desanimes ni abandones por imposible esos corazones que muestran tan endurecidos para las cosas de Dios o esas almas que con tanto empeño quieren cerrarse a la acción de la gracia. La compasión del Corazón de Cristo no se cansa de acercarse a ellos continuamente queriendo tocar su féretro. Tú acompaña esos féretros con las lágrimas de tu oración como María acompañó con su fe dolorosa el absurdo humano de aquella Cruz que tanta vida dio al mundo. Pidámosle hoy al Corazón de Jesús que sepamos tocar los féretros de tantos hombres, que buscan y añoran la verdadera vida definitiva.