Sabemos que no todo el mundo quería a Jesucristo, era su amigo o lo seguía. Había personas que no le querían, e incluso, que le querían quitar de en medio. La realidad es que el Señor no cayó bien a todo el mundo, y era el Hijo de Dios. Por desgracia en la vida no caemos a todos bien, ni conseguimos que todos sean nuestros amigos o no tener dificultades o problemas con nadie. ¿Por qué? Es muy complicado de explicar y, sobre todo, de razonar. El pecado lo complica todo y lo va dificultando todo, e incluso, destruyendo lo que hay de bueno o sencillo y claro, haciendo que en la relaciones entre los hombres se produzcan enfrentamientos, divisiones y enemistades.

Uno de los grupos que querían eliminar a Jesús eran los fariseos, aunque no todos. En el pasaje del evangelio de hoy uno de ellos tiene mucho interés en que Jesús venga a su casa. El Señor nunca rechaza una invitación para compartir en casa, una oportunidad para conocerle y acercarnos a Él. Que mejor que «venir a tu casa». Así lo hace con este fariseo y se produce un suceso, un signo, que nos ayuda a creer en Él. Una mujer pecadora, arrepentida y agradecida se lanza a los pies del Señor y es reconciliada, salvada en su vida. La pena de esto es la reacción del fariseo y, seguro, de muchos más de los presentes, juzgando a esta mujer.

Ese es uno de los mayores problemas que tenemos la mayoría de los hombres: la manía de juzgar a las personas y, casi siempre, negativamente. Jesús es el único que puede juzgar a las personas, porque es el único que no está afectado por el pecado, que no ha pecado. Este fariseo es esclavo de la soberbia y del egoísmo, de la hipocresía y, como le muestra el Señor, de no haber experimentado el perdón de Dios. ¿Cuantos pedimos sinceramente perdón por nuestras ofensas, malas acciones o pecados? A Dios y a los demás. ¿Cuantos nos confesamos habitualmente? ¿Hace cuanto tiempo que no le pides perdón al Señor, a tu prójimo? En vez de ello, nos dedicamos a ser tribunales y jueces que sentencian implacablemente, incluso con nosotros mismos. Que vicio de juzgar y prejuzgar a las personas. Cuánto prejuicio hay hoy en nuestra sociedad, en nuestros ambientes.

¿Hace cuanto que no te sientes perdonado? Somos justificados por la fe en Jesucristo, reflexiona San Pablo en la segunda lectura; para que tanta ley humana y vacía que juzga y no deja de juzgar, impidiendo la misericordia y desobedeciendo el mandato de Dios. Vivir la misericordia y el amor a Dios empieza por uno mismo («También el Señor ha perdonado tu pecado. No morirás»… Sus muchos pecados han quedado perdonados, porque ha amado mucho).

Experiméntalo, búscalo. Cuando lo recibimos cambia nuestra actitud ante los demás y ante Dios. Y esto es una gracia, un regalo tan grande, que hace brotar en quien lo experimenta un sentimiento imparable de agradecimiento. Y sólo aquel que verdaderamente valora lo que tiene es agradecido de verdad. El agradecimiento nos saca de nosotros mismos y nos lleva al otro, nos ensancha el corazón el sabernos queridos y bendecidos. Es el mensaje de Dios al Rey David en la primera lectura; una llamada a vivir desde el agradecimiento, una «vacuna» que evitará caer en los juicios y los prejuicios. Recuerda: sólo debemos juzgar los actos, lo que hacen las personas, nunca a las personas.