02Hay dos santos que están en todos los altares de las iglesias porque, aparte de ser santos de altura (si pudiera aceptarse esta forma de hablar), son santos queridísimos: Teresa de Lisieux y Antonio de Padua. Quizá la razón descanse en que el cristianismo provoca esto que se llama proximidad con los amigos de Dios. Y el pueblo llano sabe que para acercarse a la casa de Dios no hay que conseguir certificados, ni llamar a secretarias que tienen a su cargo infinidad de tareas pendientes, no hay esperas ni trámites. Teresa y Antonio iban por la casa de Dios desde que se dieron cuenta de que tenían la vocación de vivir para Él, desde ese momento estar en Dios era habitar en la propia casa.

Los dos murieron muy jóvenes, los dos supieron que esta vida se vive descendiendo, que el proceso es el inverso al del alpinista avezado. Descendió Dios al hacerse hombre, se «dejó descender» muerto en la cruz por los brazos de los amigos, se agachó ante el leproso y el ciego, y ante los pies de Pedro. Así también hicieron Teresa y Antonio.

Hoy celebramos la fiesta del patrón de las estériles, de los pobres, viajeros, albañiles, panaderos y papeleros. A San Antonio se le llama cuando perdemos las cosas y las solteras le piden un marido fiel. No todos los franciscanos pueden contar en su currículum que conocieron a su fundador. Ese sí fue el caso de Antonio. En la gran asamblea de 1221, el último de los capítulos que admitió la participación de todos los miembros de la orden, estuvo presidido por el hermano Elías y San Francisco estaba presente, y seguro que habló, aunque constancia no tenemos.

Antonio en seguida fue conocido por predicar como san Juan Crisóstomo, aquel Padre de la Iglesia de los primeros siglos que hablaba de Dios con palabras llenas del incendio amoroso de los muy enamorados. A veces nos guardamos imágenes inadecuadas de los santos que a la larga no nos hacen mucho bien, como esa obra de Benlliure: una miríada de peces con ojos desorbitados asoman fuera del agua para escuchar las prédicas de Antonio. Él mismo decía que el gran peligro del cristiano es «predicar y no practicar, creer pero no vivir de acuerdo con lo que se cree». Nuestro santo no tuvo que hacer grandes cursos de oratoria para ganarse a la gente, sino aprender de la pasión de Cristo por el hombre. Aprendió en esa escuela de pocos libros que es el corazón del Maestro.