Entre las obras de misericordia corporales está la de enterrar a los muertos. En este año de la misericordia, seguro que ya nos sabemos de memoria cuáles son las catorce obras de misericordia corporales y espirituales. Son un decálogo muy práctico que nos ayuda a vivir de forma concreta la caridad cristiana.

Cualquiera que lea el evangelio de hoy, en cambio, encuentra unas palabras de Cristo que pueden sonar mal, o incluso llegar a escandalizar: “Deja que los muertos entierren a sus muertos”.

Jesús, como buen judío, tenía costumbre de enterrar a sus seres queridos. Quizá asistió al enterramiento de su padre adoptivo, San José. El Evangelio no cuenta nada de su muerte, pero es muy probable que ocurriera en la vida terrena del Señor.

El cuidado de los difuntos y su sepultura llega a su culmen monumental con las pirámides de Egipto, auténticos testigos pétreos de la grandeza del difunto y a la vez muestra de las creencias más arraigadas de un pueblo y una cultura. La muerte ha estado siempre muy unida a la fe en la divinidad o en lo trascendente. Las necrópolis y los mausoleos son parte del rico patrimonio de la humanidad. No sólo las piedras, sino sobre todo las creencias que llevaron a nuestros antepasados a levantar auténticas joyas de arte para indicar: “esta tumba es de alguien importante”.

Para nosotros, las tumbas más emblemáticas son el santo sepulcro de Jerusalén —que está obviamente vacío— y las tumbas de los Apóstoles, especialmente San Pedro, San Pablo y, en España, Santiago el Mayor. Las basílicas más grandes o destacadas de la cristiandad son en realidad “capillas funerarias”. Merece la pena visitar los Scavi, las excavaciones que se hicieron el siglo pasado en San Pedro y que dejaron a la vista la necrópolis vaticana, incluyendo la tumba del Apóstol. En Santiago de Compostela, las excavaciones mostraron cómo desde épocas muy tempranas, se tuvo la costumbre de enterrar a los difuntos con dirección hacia la tumba del Apóstol.

Conclusión: Cristo no debe referirse al hecho de enterrar a los muertos. En efecto, la interpretación más acertada es situar sus palabra en el contexto adecuado. Está invitando a varias personas a seguirle, a emprender una vida de amor de Dios y de entrega a los demás. Seguir a Cristo es vivir de Él, compartir sus mismos sentimiento. Él es el camino, la verdad y la vida. Por eso, quien sigue a Cristo está vivo, es un vivo. “Que los muertos entierren a sus muertos” se refiere a que los que no le siguen —porque no le han encontrado—, que sigan con sus tareas de siempre. Podríamos concluir esta frase de Cristo con su reverso luminoso: “Dejad que los vivos entierren a los vivos”. Y así se construyó San Pedro y Santiago de Compostela.