Los dos Apóstoles más importantes están enterrados en la Civitas, lo que entonces era el corazón de la civilización. En Roma entregaron su vida en martirio dando testimonio del amor de su vida: Jesucristo, Dios y hombre verdadero.

Pedro le había conocido en vida y había compartido momentos únicos —junto con Santiago y Juan— como la transfiguración en el Tabor o la oración en el Huerto de los Olivos. Pablo, en cambio, le conoció “por las malas”, sin quererlo él: una intervención extraordinaria de Dios le abrió los ojos de la fe para contemplar al Mesías, en quien creía como buen judío pero a quien realmente no conocía.

Pedro no tenía “carrera”, y era un pescador de Galilea. Hace algún tiempo una mujer nos comentó: “San Pedro, el del tatuaje”. Ante la mirada atónita de varios sacerdotes que estábamos allí, nos explicó que ella se imaginaba a Pedro en Galilea, en su barca, como un lobo de mar, y por lo tanto, con su tatuaje. Esta imagen tan original, fruto del empeño de una mujer de oración por llegar a tantísimos detalles que no nos cuentan los Evangelios, nos sirve para situar los orígenes humildes del primer Papa.

Pablo tenía mejor cuna. Era ciudadano romano, además de fariseo ferviente y hombre respetado en el mundo judío. Conocedor de idiomas, de mente rápida y pluma suelta.

La fiesta que celebra hoy la Iglesia manifiesta que la Iglesia es Apostólica, cimentada en la vida, el testimonio y martirio (de palabra y obra) de sus Apóstoles, especialmente Pedro y Pablo.

El prefacio de la misa de hoy leemos: Pedro fue el primero en confesar la fe; Pablo, el maestro insigne que la interpretó. Aquél fundó la primitiva Iglesia con el resto de Israel; Éste, la extendió a todas las gentes.

Hoy renovamos nuestra fe en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica. Y especialmente rezamos por el Papa, sucesor de Pedro. Que Dios le guarde y le acompañe, que la Virgen le sostenga, que no le falte nunca la oración y el cariño de su rebaño, y el Señor le libre de las manos de sus enemigos.