Son deliciosas las páginas del Evangelio que narran diálogos de Jesús con alguna mujer. De ellas saca el Señor lo mejor de su corazón y consigue actos de fe y de amor, que adornan como verdaderas perlas preciosas las páginas evangélicas. Desde las primeras páginas del Génesis, que muestran a Eva reconociendo ante Dios la culpa de su pecado, hasta las páginas del Apocalipsis, que describen a la Mujer bíblica, bellamente ataviada como una Esposa, pasando por las páginas en las que María cautiva el corazón de Dios con su impresionante ¡Hágase!, la mujer atraviesa, como hilo de oro, toda la historia de la salvación. Sin ella, no hubiera sido posible la revelación y el cumplimiento del misterio de Cristo en la historia y, ni mucho menos habría sido posible la Encarnación del Verbo.

La mujer cananea nos cautiva por la humildad con la que se acerca a Cristo. Admirable también el amor de esta madre, capaz de cualquier cosa por salvar a su hija de las garras del mal y del demonio. Ella sabía muy bien que no era digna ni siquiera de acercarse al Maestro; sabía que no era de los elegidos de Israel, que su pueblo, adorador de los baales y de otros dioses paganos, era rechazado por la fe monoteísta de los judíos. De hecho, los apóstoles, hijos de los prejuicios de su tiempo, insisten al Maestro en que la haga caso, movidos por el deseo de librarse de aquella mujer inoportuna, pesada y hasta desagradable para la imagen del grupo. Pero, el Señor guarda para ella una de las más grandes alabanzas hacia la mujer que nos hayan narrado los Evangelios: “Mujer, qué grande es tu fe”. La llamó “Mujer”, como tantas veces llamó así a su misma Madre. Y de ella se fijó en esa grandiosa confesión de fe, llena de humildad y de amor, que conmovió y consoló el corazón del Señor, porque pocas veces encontró esa grandeza de fe entre los mismísimos hijos de Israel. A los apóstoles esa exclamación debió de sentarles como una colleja: que alabara su fe, delante de ellos, que estaban orgullosos de ser los elegidos y seguidores del Maestro… pues, eso, ¡como si les diera una colleja!

Los que tienen un perro a su lado, o los conocen y tratan, saben muy bien todo lo que su dueño significa para ellos. Conocen esos gestos de fidelidad incondicional, de lealtad, de nobleza extrema, de cariño y sumisión, con que saben entregarse a sus amos. Y solo los dueños conocen esa mirada especial de su perro, cuando se pone junto a él, pidiéndole con los ojos ese poquito de su comida, que quiere recibir de su mano. A mí me suele pasar: cuando Maya, mi perra, se sienta sobre sus patitas y mira como hipnotizada a mi plato de comida, después de un rato de espera silenciosa y tenaz, logra que me desarme y, por más que intento resistirme, termino dándole el placer de comer algo de mi mano. Las migajas de comida que caen del plato de su amo y que el perro lame en el suelo, solo porque son migajas de su amo, son una de las mayores delicias con que puede ser recompensado. Solo la delicadeza de un corazón tan femenino y materno como el de esta mujer pudo hacer esta colosal confesión de fe y reconocer, a su modo, que el Maestro era el Amo, el Señor, el Kirios. Y el Señor se conmovió con este lenguaje de amor y de humildad con que la mujer cananea se acercaba a su corazón pidiéndole el milagro.

Los apóstoles no debieron entender ni jota. Quedarían, una vez más, desconcertados por lo inusual de la actitud del Maestro: tratar así a una mujer, que además era extranjera, y ensalzarla hasta el punto de ponerla como ejemplo y modelo de fe, era algo difícil de asimilar; más que una doble colleja, podía ser casi una patada en la espinilla. Ya tendrían tema de conversación para una larga tertulia, de esas que solían tener al caer la tarde, en las que el Maestro les explicaba en la intimidad lo que predicaba abiertamente a las gentes.

La hija de esta madre cananea fue liberada del demonio por la fe y el amor humilde de su madre. Y es de suponer que, igual que le pasó a María Magdalena, volvió a su casa anunciando a todos los de su pueblo las maravillas que el Señor había hecho con ella.