A todos nos gustan más esas páginas deliciosas del Evangelio en las que Jesús hace gala de su poder divino haciendo milagros portentosos, o se aparece a los suyos mostrándoles todo el esplendor y la gloria de su divinidad. ¿A quién no le gusta leer una y otra vez el relato de la transfiguración en el monte Tabor? ¿O las escenas en las que Jesús se aparece resucitado a sus apóstoles? ¿O las numerosas páginas que narran sus milagros y curaciones? Es decir, ¿a quién no le apetece creer en un Dios parecido al héroe de las películas, que deja boquiabiertos a todos cuando saca músculo, o que con un clic es capaz de vencer todos los demonios y males del mundo? Claro que sí: con ese Dios, hecho un cachas, bien vale la pena ser cristiano. Otra cosa son esas otras páginas en las que la cosa no está tan clara. Por ejemplo, las que relatan la vida oculta en Nazaret: qué pinta todo un Dios poderoso, Creador de todo, encerrado treinta años en la monotonía de una vida amorfa y descolorida, haciendo… ¡nada!; o qué pinta todo un Dios, capaz de hacer milagros portentosos, rezando al Padre en Getsemaní, pasando por ladrón y blasfemo, y muriendo en una Cruz totalmente humillado y destrozado. En este Dios tan débil, que se parece más bien al malo de la película, ya no nos apetece tanto creer; es más, visto que lo de la Cruz no se entiende, nos apuntamos al Dios facilón, ese que puede hacerme milagros, curaciones, favores y prodigios, a cambio de mis devociones, méritos y ruegos, con tal que me solucione la vida, o al menos me la descomplique un poco.

Lo de Pedro, Santiago y Juan es poco menos que para dar envidia. Cuánta consolación y cuánto gustirrinín debieron experimentar al contemplar así al Maestro, lleno de gloria. Santo Tomás dice de la Transfiguración que, más que un milagro, es la suspensión de un milagro, es decir, el momento en que la carne deja de ocultar y contener la gloria de la divinidad para manifiestarla abiertamente. Y mira que hasta Moisés y Elías conversaban con el Maestro sobre su muerte en la Cruz; pero, nada, los apóstoles no se enteraron de la Cruz, tan embriagados como estaban en el gustirrinín del Tabor: “Maestro, ¡qué bien se está aquí! Hagamos tres tiendas…”. No sabían muy bien lo que decían, pero tenían muy claro que aquella experiencia del Tabor bien merecía la pena prolongarla y hasta eternizarla. Al final, ¿a quién no le gustaría que nuestra fe cristiana fuera menos exigente, un poquito más asequible y cómoda, que tuviera más Tabor y menos Cruz? Si hubiéramos estado allí, con Pedro, Santiago y Juan, nos habría faltado tiempo para apoyar su iniciativa: ¡eso! ¡tres tiendas! ¡con sofá, aire acondicionado para el verano, TV de plasma, señal de wifi, terraza y beach club con vistas al mar de Galilea!

Nos empeñamos en acomodar nuestro cristianismo entre los cojines de nuestro sofá. No nos compliquemos la vida, que solo con salir adelante en los problemas, agobios y trabajos del día a día ya es bastante. Es más, no están las cosas como para llamar la atención, haciendo extravagancias en nombre de la fe, así que seamos discretitos y prudentes, no sea que algo se tuerza aún más en nuestro ambiente, y encima nos llamen de todo, nos critiquen, nos echen una sonrisita, nos pongan alguna que otra zancadilla, o nos aislen, solo por eso de que somos cristianos. ¡Con lo bien que se vive la relación con Dios en el sofá, comiendo palomitas y disfrutando de los buenos momentos! ¡Qué bien se está aquí! ¡Lo de la Cruz, para los más perfectos, que para eso lo han elegido! Y, claro, así nos va, porque ese cristianismo comodón y mediocre, a la larga y a la corta, no atrae a nadie, ni siquiera al que lo predica. No entender la gloria de la Cruz es también no entender la gloria del Tabor. Bajemos del monte, a la realidad, y aprendamos a descubrir esa misma gloria de la divinidad manifestándose en la carne de nuestro día a día, en esa monotonía grisácea que tantas veces cubre nuestras jornadas y nuestra vida.