La Asunción de Nuestra Señora. Nuestra Señora del Alcázar, de Begoña, de la Paloma, de Los Reyes, del Alba. Santos: Alfredo, Alipio, Arnulfo, Juan, obispos; Luis Batis Sainz, sacerdote mártir; Napoleón, Saturnino, Manuel Morales y Salvador Lara Puente, mártires; Alicia (= Adela), Margarita, Emilia, vírgenes; María Sagrario de San Luis Gonzaga, mártir (beata).

Manuel Morales y Salvador Lara Puente fueron dos laicos, bautizados de a pie; de esos que están en todos los trabajos, deportes, asociaciones y grupos humanos.

Son esos cristianos que viven con santo orgullo su condición de bautizados. Esos que están en donde no se meten los curas. Los que por su matrimonio, noviazgo, compromisos sociales y profesionales se relacionan con colegas a los que intentan dejar la extraordinaria sensación de haber estado tratando con Jesucristo cuando los dejan. Seglares enamorados de Dios que saben defender con soltura, salero y garbo la verdad; gente que como los demás paga los impuestos empresariales y se incomodan cuando se echa injustamente a un compañero del puesto de trabajo. ¿Hay gente así? ¿Existen esos cristianos en el mundo?

Son los que soportan el duro día de gélido frío en el entumecido invierno o de pegajoso calor en verano; fieles católicos que saben llamar a las cosas por su nombre con el lenguaje que bien entienden sus vecinos; sí, esos que sienten a la Iglesia como suya porque lo es; responsables de tener encendida la luz de la fe donde brilla, y de encenderla en los corazones que aún están a oscuras por la ausencia de Dios; seglares o laicos que estrujan su día de veinticuatro horas como el de los demás para que quepa un rato de audiencia con el Maestro, y que no dejan de cargar las baterías al lado del sagrario donde está Él; quienes ejercen con voz y voto para que la rectitud no se tuerza. ¿Que si los hay? ¡Y son los más!

Desgracia descomunal sería para la Iglesia tener que soportar una reducción a lo clerical. Para dar olor y sabor aceptablemente humanos a las instituciones, a las familias, a los sindicatos, a las empresas, a la enseñanza, a la investigación, a los ayuntamientos, a las leyes, a la ciencia, a la calle, a la universidad, al campo, a los parlamentos, etcétera, se necesitan cristianos que estén allí, en su lugar propio, en el que les corresponde por vivir en la tierra, y desde allí ser testigos de la caridad, del Amor. Mientras eso no llegue, todo seguirá dando vueltas y más vueltas sin llegarse a vivir en la Verdad, y sin saber dónde está el Bien. Así de claro.

Manuel Morales había nacido el día 8 de febrero de 1898 en Mesillas, perteneciente a la parroquia de Sombrerete, archidiócesis de Durango.

Cristiano de una pieza, esposo fiel, padre cariñoso con sus tres pequeños hijos, trabajador más que cumplido, laico comprometido en el apostolado de su parroquia y de intensa vida espiritual alimentada con la Eucaristía, miembro de la Acción Católica de la Juventud Mexicana y presidente de la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa, asociación que por medios pacíficos trataba de obtener la derogación de las leyes impías contenidas en los artículos 3, 24, 27 y 130 de la Constitución de Querétaro promulgada por el presidente Venusiano Carranza (1914-1920) y puesta ferozmente en práctica por el código penal anticatólico del presidente Elías Calles (1924-1928).

El día 15 de agosto de 1926, al conocer la prisión del Sr. Cura Batis se movilizó para ir a pedir la libertad de su párroco. Apenas había reunido un grupo de jóvenes para deliberar, cuando la tropa se presentó y el jefe gritó: «¡Manuel Morales!». Manuel dio un paso adelante y con mucho garbo se presentó: «Yo soy. A sus órdenes». Lo insultaron y comenzaron a golpearlo con saña. Junto con el Sr. Cura fue conducido fuera de la ciudad, y al escuchar que su párroco pedía que le perdonaran la vida en atención a su familia, lleno de valor y de fe le dijo: «Señor Cura, yo muero, pero Dios no muere. Él cuidará de mi esposa y de mis hijos». Luego se irguió y exclamó: «¡Viva Cristo Rey y la Virgen de Guadalupe!». Y el testimonio de su vida quedó firmado con su sangre de mártir.

Salvador Lara Puente era un joven aún soltero que había nacido en el poblado de Berlín, Durango, perteneciente a la parroquia de Súchil, archidiócesis de Durango, el 13 de agosto de 1905.

En plena juventud, Salvador era alto y fuerte de cuerpo, aficionado a practicar el deporte de la charrería; educado y fino en el trato con todos, respetuoso y cariñoso con su madre viuda; íntegro y responsable como empleado en una empresa minera.

Vivía su fe en la pureza de sus costumbres y en la entrega al apostolado como militante de la Acción Católica de la Juventud Mexicana.

Cuando llegaron los soldados para apresarlo, junto con Manuel y David, respondió al ser llamado: «Aquí estoy». Caminó sonriente, como siempre, junto a su compañero y primo David hasta el lugar que les señalaron para ser fusilados. Acababan de darse cuenta del fusilamiento de su párroco, el Sr. Cura Batis, y de su amigo Manuel Morales. Orando en voz baja, Salvador recibió la descarga que abrió las heridas para que brotara su sangre de mártir y se descubriera su grandeza de cristiano. Tenía 21 años; no hay edades para morir.

Era el 15 de agosto de 1926.

Los canonizó el papa Juan Pablo II el 21 de mayo del Año Jubilar 2000.

¿Ves cómo los hay? Estos son solo dos canonizados representantes de los millones de enamorados de Dios repartidos por todo el mundo, de toda raza, cultura y condición. Manuel y Salvador dieron la cara. Claro que estos tuvieron un cura que no había improvisado: los formó, les enseñó el camino de la fidelidad a Jesucristo, los hizo fuertes con la Palabra y los Sacramentos, y se les adelantó con su testimonio, que ese es el oficio de los clérigos en la Iglesia.