Cuántas veces hemos declinado una invitación de boda, simplemente porque asistir era un mero compromiso social. Buscamos la mejor excusa, la más inteligente, para evitar ir y ahorrarnos la molestia del viaje, el regalo, el gasto económico, el traje adecuado, el hotel, las amistades incómodas, las conversaciones aburridas durante el banquete, etc. No sé si se ha dado alguna vez el caso de que los novios hayan preparado su boda, banquete incluido, y, al final, por diversos motivos, todos los invitados hayan fallado. ¡El disgusto puede ser monumental! Algo así le pasó a aquel rey que narra la parábola del Evangelio: preparó con esmero y generosidad la boda de su hijo, pero los invitados no quisieron ir. Tenían una agenda demasiado apretada como para hacer un hueco para asistir a ese compromiso social: unos se marcharon a sus tierras, otros a sus negocios y otros, para colmo, se dedicaron a apalear y matar a los criados, para que dejasen de invitar a aquella boda incómoda. Es decir, ¡los invitados iban a lo suyo, a sus cosas, a sus asuntos! Demasiado ocupados como para asistir a la boda del hijo del rey.

El Señor les contaba esta parábola a los fariseos de entonces, que tuvieron que darse por aludidos sí o sí, porque conocían muy bien la importancia de la metáfora nupcial en la Escritura que ellos explicaban al pueblo. Ellos habían sido los primeros invitados a las bodas del Cordero, pero declinaron su invitación, muy ocupados en cumplir la Ley a rajatabla y en esperar al Mesías, que no era, desde luego, aquel profeta que tenían delante y que les narraba estas parábolas tan incómodas.

El problema es que creemos siempre que las parábolas son para los otros, no para mí; que ese invitado a las bodas no soy yo, y que ese banquete, tarde o temprano, sucederá en la historia. Porque, a no ser que mintamos cuando recitamos el Credo cada domingo, creemos en la segunda venida de Cristo, no ya en la carne, como fue la primera, sino en la gloria de la resurrección. Y vendrá para celebrar el banquete de bodas definitivo. Lo que no sé es si a muchos bautizados nos pillará con una agenda tan ocupada en nuestras cosas, en nuestros asuntos, en nosotros mismos, que nos pillará de sorpresa y sin el traje de bodas preparado. Lo sabemos con tiempo: que tenemos una boda. Negligencia nuestra será declinar la invitación, considerarla como un mero protocolo social, y no preocuparnos de los preparativos y, sobre todo, de adecentar nuestro traje espiritual.

Y, atención, porque la cosa no es solo para el final de los tiempos, porque todos los días aceptamos o declinamos esa invitación del Señor a ser sus invitados al banquete. Al final, no tenemos tiempo para Dios, porque lo tenemos lleno de otras ocupaciones, que no podemos dejar de hacer. Incluso ocupaciones santas y piadosas, que no podemos dejar de hacer, porque las hacemos en nombre de Dios. Hacemos muchas cosas por Dios, sí, pero no tenemos tiempo para estar con Él y ser sus invitados. Sería cuanto menos curioso que los novios se dedicaran a preparar su boda y acudieran al enlace sin el traje nupcial, vestidos con los vaqueros de los fines de semana, solo porque, con tanto preparativo, ¡no les dio tiempo a hacerse el traje!

¡Y así nos va! Que andamos de acá para allá, llenos de apostolados, de obligaciones, de compromisos, de cosas y más cosas, todas muy santas y necesarias, pero sin el traje de bodas preparado, es decir, sin cuidar esa vida interior, de intimidad con Dios, que es la que da sentido al banquete nupcial. Ejemplares por fuera y andrajosos por dentro: así podemos vivir nuestro cristianismo, convertido más o menos en un protocolo social, que nos permitimos el lujo de declinar, si no encaja con nuestros intereses, esquemas o ambiciones. Pero si reducimos nuestra fe a algo social, protocolario, formal, es fácil que cuando invitemos a otros a participar de este banquete, quieran declinar la invitación, por otros motivos más atractivos. Es responsabilidad nuestra adecentar nuestro traje interior.