Más de uno se habrá preguntado alguna vez lo mismo que aquel fariseo le preguntó a Jesús: “Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?”, es decir, ¿por dónde empezamos?, ¿cuáles son los mínimos del cristianismo para cumplirlos?.  Los fariseos andaban detrás del Señor, poniéndole a prueba en todo momento, para ver si le cazaban en alguna contradicción y dejarle así fuera de juego y sin autoridad. Buscaban la jugada perfecta, en ese campo de batalla propio de las escuelas farisaicas de la época, que competían por demostrar quién interpretaba mejor la ley: si los rigoristas, o los laxistas. Todos querían apropiarse el monopolio de la interpretación de la Ley, porque de eso dependía su prestigio y autoridad ante las gentes sencillas del pueblo, que acudían a la Sinagoga a escuchar sus enseñanzas. Pero, por más que el Señor intentaba hacerles comprender el corazón de la Ley, ellos andaban enredados y a vueltas con el monotema del cumplimiento y la observancia escrupulosa de todos los preceptos de la Ley, dando la primacía al legalismo y a la religiosidad superficial, y olvidando que poco valor podía tener el cumplimiento de uno solo de esos sagrados preceptos si no iba acompañado de la conversión interior y la entrega del corazón. Por eso, a la insidiosa pregunta de los fariseos, el Maestro responde en otra clave, la del amor: “Amarás… a Dios y al prójimo”. El mandato del amor a Dios es inseparable del mandato del amor al prójimo; y quien no haya entendido esto, no ha entendido ni una sola letra de la Ley y, por añadidura, de todo el Nuevo Testamento.

Dios no es una idea, no es un constructo mental, no es una teoría demostrable y, mucho menos, una ideología. Es un Amor, así, con mayúsculas. Un Amor primero y radical, que va por delante en la entrega total a cada uno de nosotros. Y ese amor no es teórico: o me enamora, o no me enamora. Y, si me enamora, no me queda otra que responder, o no, porque el Amor que es Dios no me obliga, no me presiona, no entra en mi vida si yo no le dejo o no quiero. Pero, aquel que entiende la lógica del amor, sabe muy bien que el amor obliga, se convierte en ley: ¿cómo puedo descubrirme amado por Dios y quedarme insensible, impasible, sin pestañear, sin responder a esa entrega?

Muchos cristianos hay que, después de años de rezos, devociones, compromisos cristianos, prácticas sacramentales, esfuerzos y trabajos apostólicos de muy diverso tipo, siguen sin descubrir que Dios es el Amor primero y radical de mi vida. Y se esfuerzan con generosidad por vivir su fe, pero no logran entrar en el hondón de esa experiencia interior del descubrimiento del amor de Dios en la propia vida. ¿Cómo puede ser que viva mi fe, mi relación con Dios, mi cristianismo, anclado todavía en la mentalidad farisaica del cumplimiento de la Ley? Reducir el cristianismo a una Ley y vivirlo con la mentalidad del Antiguo Testamento es el virus que bloquea la vitalidad espiritual y apostólica de la fe cristiana en muchos bautizados. Y por este camino del legalismo y del cumplimiento superficial y aparente lo único que conseguimos es dar testimonio de un cristianismo anquilosado y fosilizado, incapaz de entusiasmar a nadie, ni siquiera a los mismos que lo practican. Por eso, quizá, se ven por la calle tantas caras de cristianos agobiados, cansados, que dejan apagar su fe por exceso de aburrimiento y sinsentido.

Es difícil descubrir a este Dios Amor –que no significa un Dios sensiblero, ñoño y sentimentalón–, inmersos como estamos en una cultura que identifica el amor con la emoción y el sentimiento fugaz y pasajero. Pero, no echemos la culpa de nuestra mediocridad a los demás, al ambiente, a la ideología de género, a los curas, a los políticos, al vecino…. La medida del verdadero amor es la entrega de sí, y mientras no vivamos la fe cristiana en esta clave, seguiremos haciendo de Dios una idea. Pero las ideas no enamoran; el amor de Dios, sí. Que cada cual examine y descubra en su propia vida si hay, o no, algo más allá, más hondo, más profundo, detrás de nuestros cumplimientos.