Duras, y muy claritas, las palabras del Señor en el Evangelio de hoy. Llegará un día en que el amo de la casa se levante, cierre la puerta y muchos se queden fuera clamando: ¡Señor, ábrenos! ¡Hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas”. Si este amo de la casa fuera de los que están preocupados por quedar bien, por el qué dirán, por contentar a todos, por ese buenismo que justificamos en nombre de Dios, entonces debería dejar entrar a todos, a todos sin distinción, solo por el hecho de que han comido y bebido con él, y que escucharon su predicación en las plazas. ¿Acaso el amo de la casa no es bueno? ¿Cómo puede, entonces, negar que conoce a los que él mismo invitó a comer y a los que él en persona enseñó su palabra? Y, sin embargo, las palabras del amo son contundentes: “No sé quiénes sois… No sé de dónde sois. Alejaos de mí todos los que obráis la iniquidad”.

Se nos escapa la justicia de Dios, porque nos empeñamos en meterla en la lata de nuestros criterios mundanos. Y, luego, convertirmos la misericordia de Dios en una especie de ñoñería sensiblera y mojigata, que nos presenta a un Dios miope y bobalicón (con perdón…), que hace como que no ve, o que ha dejado de utilizar su rasero para medir la bondad o maldad de nuestros actos. Y, en nombre de todo eso, opinamos orgullosos: ¡Ese Dios, sin rasero de medir, es el Dios moderno que piden los tiempos de hoy! ¡Y la Iglesia debe hacerse más acogedora, porque para eso es la casa de todos! Pero, claro, con estos criterios, díganme ustedes cómo explicamos la parábola de hoy y a este amo de la casa, que se empeña en decirles a sus invitados y espectadores: “No sé quiénes sois”.

Es duro –pero realista– pensar que muchos de los que nos sentamos en el mismo banco de la parroquia, de los que comemos el mismo pan en la Eucaristía, de los que escuchamos la misma Palabra de Dios, de los que partimos un piñón con el Señor haciendo miles de apostolados y obras buenas, quizá seamos de los que, al final, nos quedemos fuera de la casa, llamando desesperadamente a la puerte y gritándole al amo de la casa: “Señor, ábrenos, hemos comido y bebido contigo!”. Así de clarito es el Evangelio de hoy. Y esto no es para angustiarnos o desanimarnos, sino para espabilarnos, ser sinceros y reconocer que con nuestro cristianismo de mínimos no vamos a ninguna parte. Convertir nuestra fe en un mero protocolo social, en un cumplimiento a rachas, en algo postizo y añadido a las mil ocupaciones de nuestra agenda, es, poco menos, que haber sido invitados a comer y beber en la casa de nuestro amo, cumplir perfectamente con todos los protocolos de un digno invitado y, al final, no probar bocado.

En el mundo antiguo, ser invitado y compartir la mesa y comida con el señor de la casa era una exquisita muestra de intimidad, de cercanía, de hospitalidad y comunión. Algo más que un compromiso social, o un protocolo de amigos. Significaba entrar en la intimidad de la casa, hasta el punto de llegar a formar parte del entramado afectivo del hogar. Por eso, en las palabras del amo de la casa resuena una de las mayores ofensas que podía recibir: sí, habéis comido y bebido conmigo, habéis escuchado mis palabras, pero nunca entrásteis en la intimidad del hogar, nunca fuísteis de casa, nunca me conocísteis… Es el riesgo de contentarnos con vivir un relación con Dios superficial, de mínimos, de cumplimientos. Cuántos bautizados hay que pasan por ser los invitados perfectos, los que están siempre en el primer asiento del banquete, los que no fallan ni una, los eternos ejemplares y, sin embargo, no conocen a Dios, no han entrado en su intimidad, no han llegado a saborear casi nada de esa compañía de hogar que ofrece el corazón de Dios. Están, sí, pero no conocen al amo de casa y, por lo tanto, el amo de casa no puede decir de ellos más que lo que dijo el señor de la parábola: “No os conozco”. ¿Por qué nos contentamos con un cristianismo fácil y comodón que, al final, no gusta ni atrae a los mismos que lo viven? ¿Por qué tanta pereza para sacudirnos nuestras rutinas espirituales, para esforzarnos por las cosas de Dios y ponerle en el lugar de nuestra vida que le corresponde? Pidamos que no sea nunca demasiado tarde y que, a tiempo, el Espíritu Santo nos alcance ese don de la intimidad con Dios, que tantos invitados al banquete no saben gustar ni paladear.