Habitualmente observo que las personas se mueven por intereses de variada naturaleza y finalidad. Estos pueden ser buenos o malos, según las mismas. Tengamos en cuenta que un interés es un valor o utilidad que en sí tiene una cosa, o un provecho o bien buscado por una persona. El problema es si ese valor o provecho es realmente un bien para la persona, justo, que no perjudica a otros y que es querido por el Señor.

Jesús advierte en el evangelio de este domingo sobre la conducta de los que invitan a un banquete esperando algún beneficio egoísta (intereses malos), doy algo para que me des algo, te invito para que después me invites tú, que suele ser frecuente. Jesús pide algo más a los que le seguimos, pide un cambio de mentalidad que consiste en la gratuidad del amor “desinteresado” de ese tipo de interés, tal como él lo practicó en su vida y lo predicó cuando señalaba las bases del Reino de Dios que había que construir.

Sabemos que la palabra “interés” proviene del latín interesse que significa “importar” y ahí esta la cuestión de fondo en la que entra el Señor: qué es lo que nos importa cuando hacemos algo. Nos habla de tener otro tipo de interés (intereses buenos, los que quiere Dios): el de acercarnos al monte Sión, ciudad del Dios vivo, Jerusalén del cielo, a las almas de los justos que han llegado a la perfección; el de acercarnos al Mediador de la nueva alianza, a Él, según reza la segunda lectura.

Para ello, la primera lectura del Antiguo Testamento nos da los consejos oportunos: «Hijo, actúa con humildad en tus quehaceres, y te querrán más que al hombre generoso. Cuanto más grande seas, más debes humillarte, y así alcanzarás el favor del Señor.» En el cristiano al hablar de humildad, de humillarse, es adoptar la actitud que enseña el Maestro en sus palabras: «El que quiera ganar la vida la perderá, pero el que está dispuesto a perderla por mi causa la ganará». Perder para ganar, esta es la disposición última del que ha entendido la necesidad de hacerse pequeño para entender el mensaje de Cristo. No es la negación del “yo”; la humildad no niega la autoestima, sino que la enriquece, la completa, pues nos hace conscientes de que todo proviene de Dios, de que dependemos de Él. Todo lo que somos se sustenta en ese lazo invisible, pero real, con nuestro creador, porque todo se nos ha dado. El humilde toma consciencia de su valor y de su pequeñez ante la obra divina. En consecuencia, la humildad ayuda a aceptar los planes de Dios sobre nosotros y a estar dispuestos a servir, sobre todo a los más necesitados.

El Señor nos quiere enseñar hoy que la salvación será para aquellos que en su vida han prestado atención a las necesidades y carencias ajenas. Para aquellos que han compartido “el interés” de Dios que nace de y nos lleva a su Amor. Así, nuestro interés fundamental, como vimos en otro domingo, tiene que ser atesorar tesoros en el cielo, que los necesitaremos en la resurrección de los justos. Ahí es donde nos pagarán los necesitados a los que hemos servido.