imageLos hombres del siglo XXI hemos cogido disgusto a la palabra «autoridad», porque la vida secular nos ha ofrecido innumerables ejemplos de autoridades competentes que se dejaron seducir por irresponsabilidades, y nos da la impresión de que ya no nos sirve. Hemos convertido el significado de autoridad en una versión un poco menos hard de «autoritarismo». Y es una lástima. Porque si no hubiera sido por la autoridad de Dios el universo no habría existido, y sin él nosotros. «Él lo dijo y existió, lo mandó y surgió», como cuenta el salmo. La existencia de toda criatura es un ejercicio de divina autoridad; la belleza del corazón del hombre es el diseño más querido de la autoridad de Dios; hasta los ojos del gato, ese par de enigmas que velan la noche, nacen de la poderosa autoridad de Dios.

Los judíos se asombraban de su autoridad, porque Cristo no hablaba en base a un programa ideológico. Aquel hombre parecía conocer las zonas de luz y sombra del corazón humano, como si hubiera sido su mismo jefe de obra. Cada vez que Cristo hablaba, todo el mundo se sentía inmediatamente interpelado, o con esas ganas de crecer de quién se sabe muy amado. Una vez se le escapó a Pedro, «Señor, ¿a quién vamos a acudir, sólo tú tienes palabras de vida eterna?», como queriéndo decir, «si nos alejamos tres pasos de ti ya no hacemos pie, todo lo que hemos aprendido hasta ahora, empieza y termina en este mundo, pero de ti nos nace una esperanza que hasta ahora nunca habíamos oído». La autoridad de Cristo ante los endemoniados es espeluznante, los milagros de curación son una llamada de nuevo a la Creación para que vuelva a poner orden allí donde el eccema del leproso parece victorioso.

La de Cristo es la palabra autoritaria de la Creación, «y vio todo lo que había hecho, y era muy bueno». Es la autoridad de una bondad nuclear. El reto de los cristianos es que vivamos con la autoridad de Nuestro Señor. No es nuestra la autoridad, tan humana, tan incompleta… Recibimos la autoridad en el bautismo y la Eucaristía, ella nos pone en camino para curar a quien nos solicita.