imageLa verdad es que no me queda claro, ¿ser el primero es de por sí una adquisición de felicidad? Dice David Foster Wallace en su novela «La broma infinita» (catalogada como una de las 100 mejores novelas en inglés de todos los tiempos) que aquellos que han sido entrenados y, por qué no decirlo, adiestrados para ser los primeros en el deporte profesional, los que «lo logran», tienen que haberse creado por el camino algo que les permita trascenderlo, o están perdidos. Y tiene una explicación evidente, Dios nos creó para Él, para el descanso en su pecho, no para alcanzar una cúspide humana. Toda cúspide llama a otra cúspide, y ninguna sacia. El afán por llegar hasta arriba deja con ansiedad a quien lo logra.

Por eso, Foster Wallace dice que hay que inventarse otra meta porque «cuando logras tu objetivo te das cuenta con asombro de que ese logro no te completa ni te redime, no hace que esté todo bien en tu vida tal como eres». El escritor añade que hay también otra posibilidad de perdición cuando se llega a ser número uno, y es lo que denomina el Síndrome de la Fiesta Interminable, no alcanzas la felicidad pero te conviertes en sujeto pasivo de toda clase de aturdimientos, «la fama, el dinero, las drogas y las sustancias, la gloria te convierte en celebridad en vez de en jugador».

Bueno, el ser humano es así de atolondrado. Pero a quien no se le engaña es al corazón, que lleva escondida una micro-conciencia en algún ventrículo, y a todas horas insufla un pensamiento: qué poca cosa resultan en el fondo los éxitos. Y cuando se experimenta, el hombre tiende a perderse, a distraerse.

Por eso el Señor va disponiendo a los suyos para servir. Él, Señor del sábado, prepara a los apóstoles para la celebración de la eucaristía. Lo hizo en dos ocasiones evidentes durante su vida pública. En la de hoy, cuando comían espigas desgranándolas con las manos, y cuando multiplica los panes y los peces. Allí les dejó dos avisos elocuentes de lo que vendría, la eucaristía como el acto supremo del servicio, donde el sacerdote regala su voz y sus manos a Cristo, y la asamblea participa en la entrega de su Señor. Después de comulgar uno se convierte en el primero en servir.