San Pablo escribe: “En la Iglesia Dios puso en primer lugar a los apóstoles; en segundo lugar, a los profetas; en el tercero, a los maestros; después, los milagros; después el carisma de curaciones, la beneficencia, el gobierno, la diversidad de lenguas”.

La Iglesia no se entiende si no es en la comunión de lo que entre todos aportamos con las gracias y carismas que cada uno recibe. No sólo personalmente, sino también institucionalmente.

En este texto, San Pablo indica cómo se articula lo humano y lo divino, y nos da criterios para que en nuestra mente y en nuestro corazón haya una eclesiología adecuada, es decir, una forma correcta de comprender la Iglesia y de este modo amarla.

Muchos ven en ella una estructura de poder que persigue el dominio de los pueblos o al menos de las conciencias. Quienes así piensen, dirigirán todos sus esfuerzos a acabar con ella. Las persecuciones han acompañado siempre la historia de la Iglesia.

Algunos ven la Iglesia bajo el prisma de una lucha de poderes en sus mismas entrañas; éstos se afanarán en criticar a sus contrarios, y defender a capa y espada a quienes consideran sus representantes de tal o cual bando. Esta visión de la Iglesia puertas para adentro se basa en conspiraciones, criticas, traiciones, calumnias, y por supuesto —qué poco sorprende— trepar. ¡Cuánto han puesto el dedo en la llaga S. Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco! Basta leer los discursos que a lo largo de los años han dirigido especialmente a la Curia romana. Qué poco ayudan las personas que quieren servirse de la Iglesia y no servirla.

Los males internos que afectan a la Iglesia nos han de provocar un dolor intenso de corazón, porque son victorias del Enemigo. Pero nunca ha de provocar desesperanza o falta de fe en un cristiano: la gracia de Dios puede todo, y siempre hay corazones dóciles y santos dispuestos a limpiar esa porquería.

Es más, siendo humildes y sinceros, tendremos que reconocer que cada uno de nosotros, con sus pecados y mediocridades también contribuye en mayor o menor medida a manchar la Iglesia.

Cuentan que Teresa de Calcuta, preguntada por algunas miserias de la Iglesia, respondió: “Las miserias de la Iglesia son mis propios pecados”.

También san Juan Crisóstomo (+407), cuya memoria celebramos hoy, puso el dedo en las llagas de su tiempo.

Pero los santos, las personas de recta intención, los de corazón dócil al Espíritu Santo, los que buscan servir siempre y en todo, nunca destruyen: advierten y denuncian, como Cristo, para convertir los corazones. Y de este modo intentan evitar que se malogren tantos carismas y ministerios que hay en la Iglesia, dados de lo alto para que todos los hombres lleguen al conocimiento de la verdad.