Decía San Juan XXIII a los religiosos: “Sean lo que tienen que ser o mejor no sean”.
Esta es la clave para entender el Evangelio de Hoy. Lo propio de la luz es iluminar. Es absurdo, podríamos decir, encender una lámpara y taparla. Lo propio de la luz es iluminar y ponerla en el candelero para que los que entran en la habitación tengan luz y puedan ver.
La invitación evangélica va dirigida a la autenticidad de la propia vida. Cristo es la luz pero con su luz nos convierte a nosotros en luz para otros. En palabras de San Alberto Hurtado: “Un fuego que enciende otros fuegos”. Ser luz, esta es la misión a la que el Señor nos llama.
La nueva santa de Calcuta, la Madre Teresa, cuenta que fue en los lugares más oscuros y tenebrosos de aquella ciudad de la India donde escuchó del Señor esta invitación: Ven, se mi luz. Ella entendió que allí donde había oscuridad debía ser luz.
Ahora bien, no iluminamos con luz propia sino con la luz de otro. Venimos a ser luz como la luna que no tiene luz propia sino que refleja la luz del sol.
El cristiano es luz pero refleja la luz del sol. Estamos llamados a ser cristal y no espejo, a irradiar la luz de Dios y no a nosotros mismos. Solo si nos dejamos iluminar podremos cumplir nuestra misión. Sólo si cuidamos nuestra intimidad con Dios podremos prender fuego
Qué bien nos puede ayudar a esto nuestra Madre la Virgen. Ella es reflejo perfecto de la luz de Dios. Ella dio a luz a la Luz y por eso es Madre de la luz. Que Ella nos enseñe a ser lo que tenemos que ser: Luz en medio de este mundo en el que vivimos. De lo contrario ¡mejor no ser!