Entre el cielo y el infierno hay un abismo inmenso que nadie puede salvar. En cambio entre el cielo y la tierra no. Es decir, la felicidad es algo que se me ofrece y que yo elijo ya en esta tierra. El cielo y el infierno lo elijo yo con mis acciones.

Esta es la gran lección de estos dos personajes de la parábola de este domingo. Lázaro y el rico elijen aquí lo de allí. La misericordia con los demás es la que me hace alcanzar misericordia a mí como dice una de las bienaventuranzas. Así nos lo recordaba Benedicto XVI en uno de sus ángelus:

El rico personifica el uso injusto de las riquezas por parte de quien las utiliza para un lujo desenfrenado y egoísta, pensando solamente en satisfacerse a sí mismo, sin tener en cuenta de ningún modo al mendigo que está a su puerta. El pobre, al contrario, representa a la persona de la que solamente Dios se cuida: a diferencia del rico, tiene un nombre, Lázaro, abreviatura de Eleázaro (Eleazar), que significa precisamente “Dios le ayuda”. A quien está olvidado de todos, Dios no lo olvida; quien no vale nada a los ojos de los hombres, es valioso a los del Señor. La narración muestra cómo la iniquidad terrena es vencida por la justicia divina: después de la muerte, Lázaro es acogido “en el seno de Abraham”, es decir, en la bienaventuranza eterna, mientras que el rico acaba “en el infierno, en medio de los tormentos”. Se trata de una nueva situación inapelable y definitiva, por lo cual es necesario arrepentirse durante la vida; hacerlo después de la muerte no sirve para nada.

El deseo de Dios es claro: ¡Que me salve! Pero lo he de elegir. El cielo se elige ya en la tierra. Lo que nos entorpece en esta elección es la dureza de corazón. No nos tomamos en serio la revelación. Y el Señor es muy claro: Si no creen a Moisés y los profetas no creerán aunque resucite un muerto. Se trata de un camino de confianza. Jesús nos introduce en su lógica de la fe: fiarnos de la revelación y, por tanto, del testimonio de otros.

Toda la revelación consiste en la manifestación de esa elección. La salvación es un don que se e ofrece pero como todo don ha de ser acogido. San Juan Pablo II nos lo recordaba en el año 1999 en una de sus audiencias haciendo una aplicación práctica de esta parábola:

Por eso, la «condenación» no se ha de atribuir a la iniciativa de Dios, dado que en su amor misericordioso él no puede querer sino la salvación de los seres que ha creado. En realidad, es la criatura la que se cierra a su amor. La «condenación» consiste precisamente en que el hombre se aleja definitivamente de Dios, por elección libre y confirmada con la muerte, que sella para siempre esa opción.

Pongámonos en este año de la Misericordia que nos ha regalado el Papa Francisco ante la presencia de Dios y supliquemos al Señor el don de la conversión. Hagamos nuestra esta oración de San Agustín en uno de sus comentarios:

Cuando esta vida haya transcurrido, no habrá lugar para la corrección. Esta vida es como un estadio; o vencemos en él o somos vencidos. ¿Acaso quien ha sido vencido en el estadio busca luchar fuera de él aspirando a la corona que perdió? ¿Qué hacer, pues? Si hemos sentido temor, o terror, si se estremecieron nuestras vísceras, cambiémonos mientras es tiempo. Este es el más fructuoso temor.

María concédenos la gracia de entender la unidad del cielo y la tierra.