Job 3, 1-3. 11-17. 20-23

Sal 87, 2-3. 4-5. 6. 7-8  

san Lucas 9, 51-56

Maldice Job el día en que nació, y se desea la muerte. Apenas unos días atrás, era el hombre más feliz del mundo: riquezas, salud, una mujer fiel, unos hijos obedientes y piadosos… Y, de repente, con la rapidez con que ataca el rayo, todo lo pierde: pierde las tierras, pierde el ganado, mueren sus hijos, contrae la lepra y su mujer se vuelve contra él…

No le queda nada. Sus propios amigos le reprochan que algún pecado ha sido la causa de su desgracia… Nadie le comprende, y todas las puertas se cierran ante él. Ya no tiene a dónde ir, no sabe dónde poner sus pies, y se ahoga en su propio sufrimiento: «no encuentra camino porque Dios le cerró la salida». La única escapatoria es la muerte, pero la muerte no llega: «ansía la muerte que no llega, y escarba buscándola, más que un tesoro». Yo he conocido a personas así: todas las puertas se han cerrado, todos los asideros humanos han desaparecido, y la vida ya carece de sentido para ellos: sólo les cabe esperar el descanso de las tinieblas.

Detengámonos por un momento, y levantemos la mirada al Crucifijo que hay sobre estas líneas: ¿No es eso precisamente de lo que estoy hablando? ¿No es ése el lugar desde el que llora Job, y desde el que lloran y han llorado tantos hombres?: «Deshecho de los hombres, varón de dolores, experto en sufrimientos» (Is 53, 3). Expulsado de la tierra como blasfemo, abandonado de sus amigos, y aún no admitido en el Cielo: todas las puertas están cerradas, y parece que las tinieblas se lo tragan; y, con todo, no había pecado en Él. Es de carne, como Job, como tú y como yo, sufre como nosotros, sangra como nosotros, llora como nosotros, suda como nosotros… Sigue mirándole: ¿No es Él la puerta abierta para Job, para ti, para mí, y para cualquier persona que padezca? ¿No se ha hecho Dios encarnado presente en el Reino de las tinieblas para que los hombres encontremos, cuando todas las puertas se cierran, el más divino pórtico («la puerta estrecha») abierto a la luz de la dicha eterna? Hoy nos lo dice, en el evangelio, el mismo Señor: «El Hijo del hombre no ha venido a perder a los hombres, sino a salvarlos»: a salvarlos perdiendo Él la vida. Así de grande es el Amor de Dios.

¿Sufres? Mírale: escucha cómo te dice: «Yo sufro lo mismo que tú, pero con más dolor… ¿Quieres hacerme compañía?» Abrázate a Él, y verás con qué luz tan intensa tu llaga se vuelve una «dulce herida de Amor». Mira a los ojos de la Virgen, fiel al pie de la Cruz, y descubre por qué Dios permitió el sufrimiento en tu vida: ¡Todas las puertas (las del Cielo) están abiertas de par en par! ¡Antes era cuando estaban cerradas! ¿Alguna vez habías sido más amado?