“Querido hermano, permanece…” 2 Tim 3, 14

Una palabra que sintetiza la voz de Dios en este domingo: permanecer. Es el secreto maravilloso de cualquier victoria. El boxeador vence permaneciendo de pie frente al adversario que pugna para derribarle. La muralla que defiende la ciudad es la que no sucumbe. Muchos deportistas alcanzan sus medallas no sólo por sus capacidades físicas sino por su perseverancia en el duro trabajo. Lo mismo sucede en los estudios, la clave no sólo es la inteligencia sino la constancia en las horas empleadas en el aprendizaje. Estos ejemplos basten para comprender desde lo fundamental de esta actitud. Así decían extraordinariamente los sabios medievales: “la gota rompe la piedra, no por su fuerza si no por la constancia”.

Este “permanecer” es elevado a una virtud cristiana fundamental. Porque es radicalmente necesaria en la relación del hombre con Dios. Jesús lo pide así con este precioso ejemplo del juez que finalmente atiende a la demanda de la viuda por su insistencia”. La imagen está llena de sabiduría porque en el contexto social de Jesús -como recuerda el estudioso J. Jeremias- son las viudas, y sobre todo aquellas que no tenían descendencia masculina adulta, las personas más desprotegidas socialmente en tiempos del judaísmo del siglo I. El volumen de trabajo que soportaban los responsables de hacer justicia (entre ellos también los reyes de Israel) hacía que tomaran preferencia por unos asuntos sobre otros. La cuestión de aquella viuda, nunca hubiera sido atendida con celeridad o incluso, no se la habría atendido jamás. Por eso, la fuerza de su victoria radica en su constancia al presentar su necesidad frente al juez.

Nuestro Señor pondera con elogios la perseverancia de la mujer porque revela su inmensa fe y esperanza. De este modo, Jesucristo nos enseña que permanecer no es sólo cosa de fuerza o de carácter, sino de fe. Revela una inmensa fe. Igual que elogiará la generosidad y la humildad de aquella viuda que, por una inmensa fe, se desprende en el templo de lo que tenía para vivir. ¡Qué constancia tiene! ¡Sí, qué grande también es su fe!

Y Jesús nos pide que llevemos esta victoria a la oración, al trato de amistad con Dios. No podemos permitir que crezca la hierba en el camino hacia Dios. Continuamente estamos llamados a recorrer este camino, porque en la amistad, Dios es siempre el que está dispuesto, el que siempre espera a encontrarse contigo. Escucha así a Cristo: “orad siempre sin desanimaros”.

¿Desanimarse? Evidente, las miles de cosas que atender nos hacen posponer la oración para después, y ese momento muchas veces nunca llega. Y luego nos recriminamos que no lo hemos hecho y nos desinflamos. Por otra parte nuestros pecados, nos hacen sentirnos indignos de la amistad con Cristo, nos apartan de él con vergüenza, cayendo en la tentación de pensar que Dios no querrá escucharnos después de haberle dado “la patada”. El desánimo vuelve a vencer. Y por otra parte, la más sutill es la tentación de pensar que nuestro diálogo con Dios es un monólogo de nuestra conciencia. Podemos sentir la tentación de la desconfianza, de sentirnos solos, o de no ser escuchados porque no vemos el resultado de nuestras plegarias. La desconfianza en el cuidado de Dios por nosotros (su Providencia) lleva irremediablemente al desánimo en la oración…

Pero mira a Moisés, elevando sus brazos con el bastón maravilloso de la fe. Cansado en medio de la lucha que se hace excesivamente larga, se vale de todo, incluso de hasta dos piedras debajo de las axilas para mantener sus brazos en la posición orante de alabanza y petición. Hacer todo lo que esté a nuestro alcance… He aquí una luz grande en el camino. Pero cuando no podemos más, ¡qué importante es rezar en comunidad! Unirme a otros para la oración, sostiene mi oración. Aarón y Jur son la imagen de la Iglesia que rezando unida anima y mantiene la oración de unos y otros. ¡Qué importancia tiene en ello la asistencia dominical a misa!

Ánimo hermanos, ánimo. Unidos lo conseguimos: hoy rezo por cada uno, por favor, pedid también por mí.