No sé si hablamos poco del cielo, o hablamos mal, pero el caso es que no suele ser un tema habitual de nuestras conversaciones, catequesis, homilías, etc. Quizá tenemos miedo a ridiculizarlo o parodiarlo, y por eso hablamos poco de él. Y no me extraña, porque, por mucho que nos alarguemos en describir cómo será eso del estado de gloria, siempre nos quedaremos cortos. Los problemas de la vida pesan tanto en el día a día que, al final, terminamos creyendo más en nuestros agobios, problemas y preocupaciones que en la esperanza del cielo y de la comunión plena con Dios.

La fiesta de todos los los santos nos enseña algo muy importante: entre ellos no hay escobas de brujas, ni calabazas que dan miedo, ni brujas terroríficas, ni nada por el estilo. Los santos no nos hablan de miedo, terror, culto a la muerte, oscuridad, brujería, magia, y todas sus demás variantes. La moda de convertir esta fiesta, en la que celebramos la comunión con todos los santos de la Iglesia, en una especie de agujero negro, que termina exaltando la espiral del miedo, del terror y la muerte, no deja de ser perversa, y nada tiene que ver con la alegría y la esperanza que rezuma la fe cristiana por todos sus poros. Cuando no podemos dar sentido a la muerte, al dolor, al fracaso, terminamos por disfrazarlo de todo tipo de máscaras, o bien, lo ignoramos y vivimos como si esas realidades nunca fueran a llegar.

Los santos fueron tan de carne y hueso como tú y como yo. No olvides que ellos, como tú, saben muy bien de caídas, debilidades, tentaciones, defectos, pecados y sufrimientos, porque no nacieron ya canonizados. Y llegaron a la meta sin necesidad de pócimas mágicas, trucos, hechizos o embrujos, es decir, por el camino sencillo del día a día de la vida, sin grandes aspavientos ni hechos extraordinarios, buscando la santidad en la rutina y normalidad de la vida diaria. Y eso es, quizá, lo que más nos cuesta descubrir y aceptar: convertir nuestra vida cotidiana, tan anodina y plana, en un reto de santidad, en una tierra fecunda en la que Dios puede convertir en frutos de virtud nuestros esfuerzos por ser santos.

Pocas veces nos acordamos, quizá, de avivar esta dulce hermandad que tenemos con todos los santos del Cielo. Y, sin embargo, la realidad de la comunión de los santos es tan real que, sin esta savia, el tronco de la Iglesia ya se habría secado hace tiempo. No los tengas sólo como modelos de vida, inalcanzables por su altísima y extraordinaria santidad. Apóyate en ellos, estrechando fuertemente su mano como se estrecha con fuerza el bastón cuando el camino es duro y empinado.

Ten especial cariño y confianza con nuestra Madre, la Reina de todos los santos, que también supo de oscuras peregrinaciones en la fe. Y mira con predilecta devoción al gran san José, ya que también él fue mirado con especial predilección por su Hijo, Nuestro Señor. Los santos nos sitúan en la única verdad de las cosas y de la vida. Ellos, desde el Cielo, nos gritan que sí, que es posible, es posible y real la santidad, tu santidad.