Santos: Josafat, Aurelio, Publio, obispos y mártires; Millán (Emiliano) de la Cogolla, Adalberto, Arsacio, Teódulo, Nilo el Sinaíta, confesores; Benedicto, Juan, Mateo, Cristino, mártires; Renato, Cuniberto, Esiquio, Rufo, Livino, Leodegario, obispos; Margarito Flores García, sacerdote y mártir; Cumián, abad; Paterno, monje.

San Braulio, obispo de Zaragoza, escribió su vida en latín a partir de los datos obtenidos de lo que le aseguraron cuatro presbíteros contemporáneos del santo que aún vivían. A partir de este opúsculo, Gonzalo de Berceo tradujo la vida, incorporando los datos pacíficamente poseídos, pero no pensó en la confusión que se crearía en siglos posteriores a la hora de señalar lugares y coordinar las fechas.

El santo Millán vivió en la Rioja actual, pero su vida nos traslada al siglo iv y en término perteneciente a la diócesis de Tarazona, cuando mandan los visigodos. Nació en Vergegio, y de joven era un sencillo pastor de ovejas que llevaba la cítara para acompañar su soledad por los campos. Tuvo un sueño del que despertó con deseos de consagración total a Dios, dejó sus ovejas y fue en busca del yermo; pero su sindéresis le hizo caer en la cuenta de que poco podría hacer sin la ayuda y consejo de un sabio maestro de Bilibio. Acertó al ponerse bajo la instrucción y guía prudente del monje Felices que, cuando lo vio preparado, lo despachó dándole la santa regla.

Se cuenta que en un principio se ubicó en tierras próximas a Vergegio para entregarse a sus penitencias y oración contemplativa, pero pronto se sintió molesto por la afluencia de gente que acudía a ver al santo solitario. No tuvo más remedio que trasladarse a lugares más ásperos del monte, donde la nieve y el frío fueran barrera para los curiosos paisanos; así vivió cuarenta años.

Dídimo, el obispo de Tarazona, conocía su existencia y había oído de su santidad; se empeñó en hacerlo sacerdote y le dio un encargo parroquial, pero aquello no podía terminar bien; su sabiduría y ciencia era la que le trasmitió como pudo el monje Felices y la que le había dado la contemplación solitaria de las cosas de Dios entre los montes. Rigió su iglesia de forma original: pensó que los bienes de la parroquia no podían tener mejor destino que los pobres y se los traspasó. Y pasó lo que se temía. El clero vecino se sintió denunciado con su gesto y la actitud de Millán les ponía un argumento a mano: malversación de bienes eclesiásticos. El obispo Dídimo prestó oídos a la denuncia porque él mismo se sentía molesto ante la pujanza y nombre que iba tomando el de Millán. Destituido del cargo, buscó un retiro próximo para su oración y penitencia, que era lo que le iba. Parece ser que le atendieron en la recta final de su vida un clérigo y algunas buenas viudas; se cuenta de él que murió centenario.

¿Milagros? Dicen de él favores sin cuento en lo que se refiere a curaciones de paralíticos y conversiones de pecadores. ¿Fantasía en los relatos? Cualquier lector avezado nota la viveza del escritor movida por la imaginación y el deseo de elevar la figura de Millán.

La limpia traducción hecha por el de Berceo, puente entre el latín y el castellano recién nacido,

(Quiero fer una prosa en román paladino,

en cual suele el pueblo fablar con so vezino;

ca non so tan letrado por fer otro latino).

ha sido combatida desde el siglo XVI, una vez lograda ya la unidad nacional. La España sacra está cruzada de controversias llevadas a cabo por gente docta y por lugareños menos científicos que reclaman el honor de la presencia de Millán entre sus riscos. Berceo, Calatayud, Haro, La Cogolla, Suso… Incluso alguien pensó tener motivos suficientes para asegurar que fue Millán de la Cogolla abad benedictino por la lectura de lo escrito en la antigua lápida; pero ni lo menciona el obispo san Braulio, ni se compagina muy bien con la vida monacal la presencia de mujeres que le atendieron en su última época.

Quizá sea mejor no intentar cubrir los dieciséis siglos de historia pasada, cuando parece que ella misma prefiere estar en penumbra, y dejarlo estar.