img_2615En Nuestro Señor se unía una desmesurada pasión por el hombre y un uso permanente del tono poético, «mirad los lirios del campo, ni tejen ni hilan, y ni Salomón en toda su gloria puede compararse a ellos», «Jerusalén, Jerusalén, cuánto tiempo he querido guardaros como la gallina a sus polluelos y no pude», «¿no valéis vosotros más que los pájaros?», «mi casa es casa de oración y vosotros la habéis convertido en una cueva de ladrones». Es imposible no estremecerse ante esta fusión de un corazón tan entusiasmado (sí, el corazón apasionado de Cristo) y una sensibilidad poética tan extraordinaria.

Hoy el Señor nos dice que el templo es un lugar de oración. Pero sabemos que todo lo que decía el Maestro escondía significados más precisos. El suyo era un discurso de matrioska, la muñeca mayor esconde otra y otra. Sus frases se parecen a ese personaje de la última novela de Jonathan Safran Foer, «Aquí estoy», que comparte con su amigo un entusiasmo por las cosas que son más grandes por dentro que por fuera. Así era el Señor, siempre era mayor en el envés de su propuesta. Los judíos de su tiempo se quedaban con la fonética, con esa autoridad que tanto les incordiaba, no profundizaban jamás para que su vida no se viera sacudida.

El templo al que se refiere Cristo es su cuerpo, se refiere siempre a sí mismo, porque Él es la morada de Dios con el hombre. «Yo soy el lugar de la oración, conmigo hay verdadero encuentro con el Padre, vente y hallarás pastos». Desde el nacimiento del Señor cualquier lugar es el lugar, el sitio del encuentro. Y el cuerpo del otro, del enfermo que necesita todo el cariño, se convierte en lugar sagrado, en ese otro templo que aguarda tus velas encendidas, tu recogimiento, tu dedicación. Es que es así, desde la Encarnación ya no hay paredes entre nosotros y Dios (Hildegard Jone). Los templos abandonan su ladrillo y su adobe, son templos de carne (el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor en la eucaristía, mi cuerpo es templo de Dios, y todo el que sufre es un templo vivo).