Una situación embarazosa es invitar a comer a personas con las que quieres quedar muy bien (tus futuros suegros, por ejemplo) y sucede que los invitados llegan antes de tiempo, cuando estamos limpiando la casa, preparando los detalles, y no tenemos el vestido apropiado todavía… O bien, otra versión de la historia es que lleguen a su hora, pero uno no se acordaba del evento y se encuentra en bata y zapatillas de estar en casa. A más de uno le habrá pasado algo similar. Y para estas ocasiones se acuñó el dicho: tierra, trágame.

En la oración colecta de la misa hacemos esta petición: “Concédenos, Señor Dios nuestro, permanecer alerta a la venida de tu Hijo, para que cuando llegue y llame a la puerta nos encuentre velando en oración y cantando su alabanza”.

La historia de la salvación puede resumirse en lo siguiente: Dios se autoinvita a nuestra casa, viene a estar con los hombres. Y lo mejor de todo es que Dios viene siempre, nunca falta a su cita. En la Sagrada Escritura, como hoy en el profeta Isaías, es nítido el anuncio de la venida de Dios y su victoria. Si no estamos preparados, no será por que no avise de su llegada.

Le pedimos a Dios estar preparados a su llegada y no quedar mal. Aunque la cuestión no es que el Señor piense mal de nosotros —algo imposible— por no estar preparados; la cuestión es qué cosas son tan importantes para olvidarnos de que Dios viene, en qué ha estado entretenido nuestro corazón. Delante de Cristo nunca podemos decir “no me había enterado de que venías”, sino reconocer que “estaba despistado en otras cosas”. Por lo tanto, la vigilia (estar vigilantes) es una virtud propia del cristiano.

Estas venidas de Dios tendrán su venida definitiva al final de los tiempos, cuando Cristo regrese como Juez de la historia. Pero mientras tanto, nuestra meta diaria es que cuando llegue y llame a la puerta nos encuentre velando en oración y cantando su alabanza. Esto lo haremos si el encuentro con Cristo lo esperamos con una inmensa ilusión, o al menos con una gran necesidad de su misericordia infinita.

El centurión romano que aparece en el evangelio es sin duda un corazón que está en vela, esperando al Señor. Da muestras de una gran humildad, propia de un corazón sabio que reconoce el paso salvador de Dios sin poner condiciones; que no duda en hablar con el Maestro aún siendo un pagano romano (con la consiguiente murmuración de los judíos); que pide con sencillez y sinceridad —con el corazón en la mano— por alguien a quien ama; que siendo una gran autoridad romana, manifiesta su profundo respeto ante alguien que considera mayor y lo muestra queriendo evitar que vaya a su casa. Sin duda la escena manifiesta tal delicadeza que Jesús termina por hacer de un militar pagano un ejemplo a imitar: “En Israel no he encontrado en nadie tanta fe”. Y fruto de esa fe, el centurión abrió la puerta del alma y Cristo entró con sumo gusto, concediendo lo que pedía el romano.

El centurión aprovechó la ocasión: Cristo vino a su casa y él estaba con el corazón preparado, lleno de humildad y sabiduría. Ojalá vivamos así, con una gran ilusión, la llamada de Cristo a nuestra puerta. A veces será una llamada prevista, como cuando vamos a Misa, hacemos un rato de meditación, leemos el Evangelio, dedicamos un tiempo a voluntariado, tenemos paciencia con los más cercanos, etc. Pero a veces será de improvisto: un disgusto, una enfermedad, un cambio de planes, etc. ¡En todo momento y en toda circunstancia el cristiano puede vivir con Cristo, porque Él siempre viene! ¡Tan sólo hace falta abrir la puerta!