En el evangelio de hoy se nos habla del nacimiento de Juan. Como veíamos el otro día le acompaña la alegría: “se enteraron sus vecinos y parientes de que el Señor le había hecho una gran misericordia, y se alegraban con ella”. El mismo nacimiento de Juan es como una profecía del desierto que florecerá, pues nace de una mujer hasta entonces estéril. Si todo hijo es un don de Dios, en Juan Dios lo ha señalado de una manera especial pues, incluso su nombre, le fue indicado a sus padres mediante un ángel. Hay quienes dicen que Juan significa el que es fiel a Dios. San Beda dice que significa “el que es pura gracia del Señor” y Orígenes indica que el nombre se ha de entender como “el que manifiesta a Dios”. Al final todos nos remiten a lo mismo, pues la gracia señala a quien lo da y el que es fiel siempre lo es a alguien y por tanto da testimonio de él. San Juan Pablo II, a su vez, dijo: “El mismo Dios, por mediación de su ángel, había dado este nombre que en hebreo significa Dios es favorable”. De alguna manera se nos indica, en todas esas interpretaciones, que Juan siempre va a señalar a Cristo, va a ser signo de la misericordia de Dios.

La primera lectura, del profeta Malaquías, señala la misión que Juan ha de realizar: “voy a enviar a mi mensajero para que prepare el camino ante mí”. Juan es el amigo que prepara el camino al amigo. Es el amigo que no encierra con el afecto a la persona que ama, sino que lo ama en el corazón del amigo y por eso quiere que el amor de su amigo llegue a todos los hombres. Juan ama el amor de Jesús. Ese amor que le va a llevar a dar su vida por todos los hombres. Que profundidad en las palabras de Juan, que unidad de corazón, cuando lo señalará diciendo “este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Juan nos enseña a amar a Cristo en el amor de Cristo; a comprender de que manera Cristo nos ama.

Esto nos lleva a darnos cuenta de otra cosa. Entre Juan y Jesús no se interpone nada. A nosotros nos sucede que a veces, en nuestro amor a Dios, se interpone aquella obra que llevamos a cabo (nuestra parroquia, nuestro colegio, hospital, nuestra obra pequeña o grande). No es que no esté bien amar todo eso. Pero mirémoslo desde Juan el Bautista. En él aprendemos a amar a Cristo porque es Cristo. Y, desde ahí amar lo que ama el novio, que es la novia, que es la Iglesia, que es todo lo que surge del Corazón traspasado de Cristo.

Juan, bautizando, prefiguraba el nuevo bautismo que anunciaba (“os bautizará con Espíritu Santo y fuego”). Es decir, todas las obras de la gracia que salen de la fuente del amor de Cristo. Juan nos enseña a amar esa obra redentora. Nos coloca en la dimensión del Amor de Cristo que se abaja en la encarnación, en el bautismo, en la muerte y sepultura para liberarnos de la esclavitud del pecado.

La sorpresa ante el nombre elegido para el niño, Juan en vez de Zacarías, nos permite una reflexión en la cercanía de la Navidad. No era el nombre esperado. Los mismos signos ocurridos alrededor de su nacimiento llevaron a los habitantes de aquella comarca a preguntarse “¿qué será de este niño?”. Ningún padre debería reducir el horizonte de sus hijos a su propia perspectiva. Tampoco nosotros debemos vernos sólo bajo nuestras capacidades o ilusiones. El nombre de cada uno de va vinculado al del Emanuel, Dios-con-nosotros. Pidámosle a Juan que sepamos comprendernos en esa unión con Cristo. ¡Qué hermoso pensar que nos pusieron el nombre en el momento del bautismo! Sólo en Cristo llegamos a comprendernos verdaderamente y a comprender nuestra vocación. Que san Juan Bautista nos acompañe en nuestro camino hacia Belén.