Comentario Pastoral

CREER EN LA NAVIDAD

No todos los que celebran la Navidad creen en ella y actualizan su vivencia y sentido profundo. Muchos se quedan en fiestas familiares, en recuerdos infantiles, en costumbres cristianas conservadas sociológicamente. Hay personas a quienes la Navidad les produce tristeza, y por eso soportan estas fiestas resignadamente.

La primera Navidad de la historia tuvo su origen en el corazón de una noche de invierno, cuando Israel llevaba tanto tiempo esperando al Mesías, que ya había dejado de esperar. Los sumos pontífices y letrados del país, consultados por Herodes, quizá lo sabían tan bien todo, que era como si no lo supiesen. Y los habitantes de Jerusalén y de Belén dormían tranquilos, bien cobijados en la indiferencia y el aburrimiento. Incluso la gente piadosa y buena, como Simeón y Ana, tenían miedo de morir sin haber visto la luz de las naciones y la gloria de Israel.

Creer en la Navidad es celebrar el nuevo nacimiento, no sofocar a los recién nacidos, no pisotear todo brote de gozo y esperanza. En Navidad cada hombre y cada mujer es llamado a nacer de nuevo, a creer en algo que parece inverosímil, pero que es necesario: que todos somos capaces de renacer, que es posible el gozo nuevo de sentirse por dentro nueva criatura. Por eso, el nacimiento que tanto debe alegrarnos hoy no es sólo el del niño Jesús, sino también el nuestro.

De muy poco sirve que Cristo haya nacido hace dos mil años si hoy no nace nada nuevo en nosotros. De nada nos sirve que él haya predicado el Evangelio hace dos mil años si hoy no creemos verdaderamente en la Palabra hecha carne. Si la ternura de Dios se manifestó hace dos mil años, es para que los hombres nos amemos más y mejor.

Abramos los ojos a la luz de la Navidad. Pongámonos en pie y caminemos hacia Belén para experimentar la cercanía y presencia de Dios en medio de nosotros. Vivamos la fiesta con la sencillez interior de la fe. Celebremos el amor divino que nace constantemente en nuestro mundo. Creamos que el amor de Dios, vivo como una persona, aparentemente débil como un niño, fuerte como una vida nueva, es lo que verdaderamente nos salva.

Andrés Pardo

 

Palabra de Dios:

Isaías 52, 7-10 Sal 97, 1. 2-3ab. 3cd-4. 5-6
Hebreos 1, 1-6 San Juan 1. 1-18

de la Palabra a la Vida

Sencillamente es inaudito. Contemplar a Dios cara a cara es sencillamente inaudito. Es algo que supera todos los deseos del hombre, todo lo bello que el hombre pueda imaginar. ¿Qué es lo más bello que nunca hayamos visto? ¿Qué es lo más bello que querríamos ver, que soñamos contemplar? La Iglesia nos ofrece en el día de Navidad esta profecía de Isaías porque los que han estado vigilantes, tal y como se nos pidió durante el adviento, ahora contemplan al Señor cara a cara y cantan la gloria de Dios. ¿Qué menos que cantar su gloria ante semejante espectáculo? El brazo del Señor, poderoso, ya no es una imagen, es una realidad. Ya no hace referencia a una fuerza invisible, sino a un poder visible. Visible y paradójico, porque lo lleva un recién nacido, débil, indefenso. Pero es tan poderoso que es el mensajero que anuncia la paz. Sí, es inaudito. Requiere de la fe y de la ayuda de la Palabra de Dios para poder confesarlo.

Por eso, la Iglesia nos invita a no pasar por alto el más mínimo detalle. Mal haríamos si en este día festivo no dedicáramos un tiempo reposado, entre comidas y celebraciones familiares, a releer estas lecturas y contemplar el poder misterioso del Señor. La Iglesia nos invita a ello con estas lecturas. Si anoche, en la nochebuena, lo que la Liturgia de la Palabra nos proponía era el relato histórico del encuentro del Señor con los pastores, la luz que iluminó a los pecadores, en el día de navidad es diferente: ahora, nos dice la Iglesia, toca reflexionar sobre lo sucedido. ¿A quien hemos conocido? ¿A quién hemos visto con nuestros ojos? Y como consecuencia, ¿eso qué supone en nuestra vida, supone algo? Poder ver al señor cara a cara es una consecuencia de su Encarnación y su Natividad. Su presencia entre nosotros no es un deseo o un recuerdo, es personal. Por eso, todo aquel que anduvo por aquellos caminos, en aquellos tiempos, pudo encontrar al Señor. Y aquellos que, como los pastores y los magos, fueron a buscarlo, se maravillaron al contemplar al Señor. No lo veían algunos privilegiados de una familia o de otra, de una ciudad o de otra: de todas partes fueron y lo vieron. Por eso la Iglesia canta durante toda la octava de Navidad que «los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios». Ya se intuye en su nacimiento su victoria. ¿No es acaso una victoria para nosotros que el Hijo de Dios haya venido a nuestro bando, como uno de nosotros?

Pero la gran reflexión sobre la Encarnación y nacimiento del Hijo de Dios es la carta a los Hebreos. En ella se reflexiona sobre el sacerdocio de Jesucristo, no obtenido en herencia, por descendencia de la tribu de Leví, sino porque Dios así lo ha querido. El eternamente engendrado por el Padre, nace en el tiempo de una Madre Virgen: «Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy».

Y es que esta fiesta supone esto para nosotros: El Hijo de Dios, la segunda persona de la Santísima Trinidad, el Verbo, la Palabra que Dios ha pronunciado y que ya no necesita pronunciar ninguna más, se ha encarnado por amor a nosotros para que nosotros recibamos el ser hijos por adopción, recibamos «gracia tras gracia». El evangelio, el prólogo del evangelio según san Juan, que escuchamos tres veces en toda la Navidad, nos descubre esto: Dios baja a los hombres para que, al unirse a nosotros, nosotros subamos con Él. Lo que sucede en Navidad es que Dios se une a nosotros para siempre por su Espíritu, en nuestra carne, y así nosotros, por el poder de ese Espíritu, somos santificados, llegamos hasta Dios. Esta es la finalidad de lo que ha sucedido hoy. Dios no viene para nada. Comparte nuestra humanidad para darnos su divinidad. Es un negocio admirable, que supera todo lo que el hombre puede desear, lo más bello que podamos imaginar: no es que podamos ver a Dios, es que nace para que nos hagamos uno con Él. Gocemos con la Palabra que se nos proclama, disfrutemos del misterio para el que hemos nacido.

Diego Figueroa

 

al ritmo de las celebraciones


De la oración litúrgica a la oración personal…
el prefacio de la Santa María Madre de Dios

En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación
darte gracias siempre y en todo lugar,
Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno.
Porque por un admirable misterio y por un inefable designio,
la santa Virgen concibió a tu Unigénito
y llevó encerrado en sus entrañas al Señor del cielo.
La que no conoció varón es madre, y después del parto permanece virgen.
Se gozó, en efecto, de dos gracias:
se admira porque concibió virgen,
se alegra porque alumbró al Redentor.
Por él, los ángeles te cantan con júbilo eterno
y nosotros nos unimos a sus voces
cantando humildemente tu alabanza:
Santo, Santo, Santo…

 

Para la Semana

Lunes 26:
San Estéban, protomártir. Fiesta.

Hch 6,8-10;7,54-60. Veo el cielo abierto.

Sal 30. A tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu.

Mt 10,17-22. No seréis vosotros los que habléis, sino el Espíritu de vuestro Padre.
Martes 27:
San Juan, apóstol y evangelista. Fiesta

1Jn 1,1-4. Os anunciamos lo que hemos visto y oído.

Sal 96. Alegraos, justos, con el Señor.

Jn 20,2-8. El otro discípulo corría más que Pedro y llegó primero al sepulcro
Miércoles 28:
Los santos inocentes, mártires. Fiesta.

1Jn 1,5-2,2. La Sangre de Jesús nos limpia los pecados.

Sal 123. Hemos salvado la vida, como un pájaro de la trampa del cazador.

Mt 2,13-18. Herodes mandó matar a todos los niños en Belén.
Jueves 29:

1Jn 2,3-11. Quien ama a su hermano permanece en la luz.

Sal 95. Alégrese el cielo, goce la tierra.

Lc 2,22-35. Luz para alumbrar a las naciones.
Viernes 30:
La Sagrada Familia: Jesús, María y José. Fiesta.

Eclo 3,2-6.12-14. El que teme al Señor honra a sus padres.

Sal 127. Dichosos los que temen al Señor y siguen sus caminos.

Col 3,12-21. La vida de familia vivida en el Señor.

Mt 2,13-15.19-23. Coge al niño y a su madre y huye a Egipto.
Sábado 31:

1Jn 2,18-21. Estáis ungidos por el Santo y todos vosotros lo conocéis.

Sal 95. Alégrese el cielo, goce la tierra.

Jn 1,1-18. El Verbo se hizo carne.