Cuando san Lucas describe el nacimiento de Jesús utiliza pocas palabras pero es muy preciso en lo que dice: “y dio luz a su hijo primogénito, le envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre”.

El relato evangélico nos sugiere diferentes líneas de interpretación. Por una parte sorprende su naturalidad. La Virgen hace lo propio una vez ha dado a luz. No es una casualidad que el evangelista lo reseñe, porque verdaderamente ha nacido un hombre. Es Dios, pero la encarnación es real. Hay que cuidar al Niño. Un ángel anunciará su nacimiento a los pastores y los Magos sabrán de su existencia por medio de una estrella. Pero todos esos prodigios apuntan a un verdadero nacimiento. Por eso hay que envolverlo en pañales. Cuanto más nos detenemos en esta reflexión más nos sorprendemos: ¡Verdaderamente Dios se ha hecho hombre! ¡Es uno como nosotros! ¡Ha querido nacer de nuestro linaje!

Otra dirección nos señala el camino de lo concreto. La entrada de Dios en la historia no supone una suspensión de las coordenadas espacio-temporales ni un cambio de escenario. Dios viene a nuestro mundo y se acerca al hombre para establecer una relación con Él. Esta sólo es posible desde el lugar en que estamos situados. Si la Virgen no hubiera envuelto al Niño en pañales cómo estaríamos seguros de que Dios está con nosotros. La Virgen nos está enseñando a vivir nuestra Navidad. Jesús está aquí con nosotros y hay que recibirlo con esa mezcla de ternura y de cuidado que se manifiesta en arropar una criatura.

María realiza un acto maternal, que viene movido por el verdadero amor que siente hacia su Hijo. Esa vivencia de la maternidad, es también un acto de adoración. No sólo es divino Aquel a quien envuelve, sino que su mismo hacer ha quedado como transfigurado y refleja lo sobrenatural. Así lo han sabido expresar algunos pintores, como El Greco, que nos ha dejado varias versiones de esta escena evangélica. Siempre refleja a María iluminada en la acción de cuidar a Jesús. Pensando en ella podemos imaginar la intensidad con que la Madre envuelve a su Hijo, sin que esté para nada reñida con la delicadeza. Es bueno pensar en ese momento, porque esa es la señal que el ángel da a los pastores:”encontraréis a un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre”.

Y, sigue contando san Lucas: “fueron corriendo y encontraron a María y a José y al niño acostado en un pesebre”. Si bien se mira los signos no son espectaculares, pero para los pastores resultan suficientes, al punto que cuando lo relatan después la gente se admira de lo que cuentan los pastores. ¿Qué estaba sucediendo? Algo que ahora también es posible y que san Pablo expresa sencillamente: “Ha aparecido la bondad de Dios y su amor al hombre”. Todo el que se encuentra con ella y la acepta queda transformado y es arrebatado por una alegría que es testimonio para los demás. Lo vieron los pastores en María y José, lo descubrieron los curiosos en los comentarios de los pastores, podemos verlo y pueden reconocerlo en nosotros…

Y un último apunte. Algunos autores han visto una semejanza entre los pañales con los que Jesús es abrigado y los corporales que se extienden sobre el altar para colocar sobre ellos el Cuerpo de Cristo. La delicadeza en la liturgia y el trato cuidadoso de la Eucaristía nos acercan a aquella atmósfera sobrenatural que inundó un humilde establo y que puede transformar la vida de todo hombre.