Mi madre tiene 86 años, es una mujer de un pueblo de castilla, casi no sabe leer ni escribir, pero tiene en el alma la sabiduría de Dios.  El otro día me sorprendió con una anécdota que le ocurrió en la compra con el pescadero del barrio.

Estaba esperando a que le tocara la vez, y mientras el pescadero dialogaba amistosamente con su clienta, hablando de todo un poco, salió en la conversación el tema de la fe. La mayoría de la clientela liderados por el propio pescadero, hacían gala de su escepticismo, de su falta de fe, y argumentaban de muchos modos, pero sobre todo, atacando también a la Iglesia y a sus sacerdotes.

Cuando mi madre oyó hablar mal de los sacerdotes, sintió que la atacaban en primera persona -por razones obvias- y no pudo callarse. En aquel momento empezó a hablar con seguridad y se hizo escuchar por el pescadero y todos los asistentes, diciendo:

-«Perdona que interrumpa esta agradable conversación. Pero siento que no se puede ser tan injusto… Por una parte, no se debe hablar generalizando, porque no todos los sacerdotes son iguales. Lo mismo que en entre los hermanos de una familia no todos se portan igual, aunque sean hijos de una misma madre. Además, siempre se habla más de lo poco malo que de lo mucho bueno…»

Y prosiguió:

«Además, ¿tú crees que existe «la China» (preguntando al pescadero)? Seguro dices que sí porque te lo cuentan los mapas, o los libros de geografía o por lo que te hayan dicho los que lo hayan visitado. Pues con mi fe cristiana me pasa lo mismo. Yo creo ciertamente en Dios porque otros que lo han visto en persona me lo han contado. Igual que tu crees en el testimonio de otros y por ello estas cierto en la existencia de ese país, aunque no lo hayas visto por tí mismo.»

Cuando mi madre me lo contaba, casi me pongo a aplaudir. Increíble. En una mujer casi analfabeta, la argumentación que dió fue sustancial. De hecho me contaba que todo el público se quedó callado sin saber qué responder, quizá por respeto a las canas o quizá por la sorpresa.

Ciertamente, la grandeza de nuestra fe es haber experimentado la cercanía, el cuidado y el amor de un Dios invisible en el que hemos confiado por el testimonio de otros, que sí lo experimentaron visible y palpablemente. Ese es san Juan. Por eso, en la primera carta que hemos escuchado, en su prólogo, nos lo quiere decir así: nosotros sí hemos palpado, visto y escuchado al Dios eterno con nuestros propios sentidos; y os transmitimos nuestra experiencia para que vosotros también podáis conocerle y amarle. Y en ese conocimiento y en ese amor, encontramos una unidad antes insospechada. Esa unidad de fe, que nos estrecha entre nosotros, a veces con lazos más fuertes que los familiares. De hecho, la unidad que tengo con mis padres o mi hermano, la siento más viva cuando nos reunimos entorno a la misa o rezamos juntos antes de comer. ¡La palabra de Juan es real!

Juan es testigo de la verdadera humanidad de Cristo porque ha convivido al lado de la carne humana, de la corporalidad del Hijo de Dios. Pero también es testigo de la verdadera divinidad de Cristo porque ha visto (como narra el evangelio) de cómo ese cuerpo ha desaparecido del sepulcro, sin corromperse, resucitando de entre los muertos. La clave de la fe de Juan en Cristo es su experiencia sensorial (no imaginativa, o filosófica, es… ¡empírica!), pero necesitada del Espíritu Santo en Pentecostés para poder acogerla. La clave de nuestra fe es el testimonio de los apóstoles y el mismo Espíritu Santo que nos ha hecho recibirlo. Que el Espíritu de Dios genere la fe de tantos que estos días viendo un belén reconozcan el misterio transmitido de este Dios-hecho-hombre.