Decía mi abuelo Paco que «cada casita tiene su espinita».  Como puedes encontrarte alguna en el pescado más aparente y sabroso. La vida en nuestras familias habrá tenido mayores o menores alegrias, pero seguramente en todas siempre habrá habido un muro de dolor que superar, una dificultad que saber saltar, una limitación que abrazar. ¿Estoy en lo cierto? No existe, en ese sentido, la familia perfecta. La familia que no está herida por carencias materiales, lo está también por imperfecciones morales o incluso por pobrezas espirituales. La preciosa familia de José, María y el niño Jesús también tuvo que conocer muchas carencias: vivir en un pueblucho de mala fama (Nazaret), tener que dar a luz en un pesebre, emigrar a Egipto por persecución, pasar estrecheces por falta de recursos, tener que trabajar de sol a sol para salir adelante, la incomprensión de muchos vecinos,… etc.

La perfección de la familia de Nazaret es su carácter sagrado, haber custodiado la presencia de Jesús en medio de ella. Es es el mayor bien que posee. Es el don que la hace ser una familia santa, con infinitas dificultades, carencias y pobrezas, pero verdaderamente plena.

Siempre recordaré la familia de una amiga del barrio de San Blas . Los papás eran personas humildes, del mundo obrero, muy sencillas. Ella tenía 3 hermanos y dos de ellos eran gemelos que habían nacido con un alto grado de invalidez. Mi amiga P. siempre los llamaba «los niños», porque aún llegando a la edad adulta, había que atenderles como si fueran realmente unos bebés. El sacrificio  por parte de todos era grande -como se puede suponer- e incluso se podía caer en la tentación de pensar si vidas como las de estas «personas tan minusválidas» merecían la pena ser vividas. Pero para mí, esta familia era el testimonio de algo inmenso: circulaba un amor entre ellos de una calidad distinta. Una capacidad de amar que yo no había visto en ningún otro lugar. A sabiendas de los sinsabores que los miembros de esta casa vivirían miles de veces, había una atmósfera de algo divino que lo traspasaba todo. Sin duda, era algo sagrado. ¿Qué era? Con el tiempo he reconocido que el amor oblativo de todos hacia aquellos «niños siempre necesitados» y el sacrificio de amor de unos por otros, atraía para mí la presencia de la Gracia por excelencia: Jesús espiritualmente presente entre ellos.

¿Cuántas congregaciones en el mundo existen bajo el patrocinio o por inspiración del carisma de la Sagrada Familia de Nazaret? ¡Son muchísimas! ¡Muchísimas! ¿Por qué? Porque ese carisma de ser custodios de la presencia de Cristo en medio del mundo, por el amor oblativo y recíproco de sus miembros, es el camino recto para hacer de este mundo una gran familia. Éste es el sueño de Cristo expresado en su «oración sacerdotal»: hacer de la humanidad una sola familia de hermanos. Por eso muchos hombres y mujeres consagrados bajo el testimonio de los castos esposos de José y María, desean vivir con pureza de corazón sus relaciones humanas de tal modo que testimonien a todos que en todo lugar y circunstancia, el gran Ideal será siempre poder vivir «en familia».

Escucha de nuevo las palabras del apóstol Pablo a los colosenses:        «Hermanos, como elegidos de Dios, vestíos de la misericordia entrañable, bondad, humildad, dulzura y comprensión. Perdonaos cuando alguno tenga quejas contra otro… Y por encima de todo esto, el amor, que es el ceñidor de la unidad consumada. Que la paz de Cristo actúe de árbitro en vuestro corazón; a ella habéis sido convocados, en un solo cuerpo.»