El sábado pasado fui a bautizar a una criatura en una de las parroquias que estuve hace años. Después, charlando con la gente, hablaba con unas chicas de unos 16 años que yo había bautizado. Como a esa edad son bastante sin-vergüenza y tomen preguntar nada una de ellas me dijo: “Padre, que me han dicho que las relaciones extra matrimoniales están mal, son pecado. No me lo puedo creer, yo ya he pecado.” “¿No lo sabías? –pregunté-, ¿nunca lo habías oído?” “Jamás, me contestó, y eso que he estudiado en un colegio de frailes y ahora soy catequista”. Desde luego te da que pensar. No es que la chica fuese más o menos ligera de conciencia, o una golfilla. Jamás se había planteado que acostarse con un chico tuviese una repercusión moral. Le gustaba, quería hacerlo y lo hizo, sin preguntarse más. Y lo más preocupante, que jamás lo había oído. Habría escuchado todo sobre comunidad, compromiso, fraternidad, solidaridad y ecología…, pero ni una palabra sobre castidad. Menos mal que algunos achacan a la Iglesia el estar todo el día pendiente del sexto mandamiento, porque en ese colegio de religiosos y en su parroquia, ni rozarlo.

“En aquel tiempo, se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas: -«Si quieres, puedes limpiarme»”. La petición del leproso .y su curación-,surge porque se sabe leproso. Si se hubiera considerado sano no se habría acercado a Jesús, o por lo menos no de rodillas. Se habría acercado con curiosidad tal vez, porque se acercaban sus amigos, a lo mejor. Pero no hubiera suplicado, no habría sido curado, seguiría leproso.

¿Qué estamos haciendo mal para que los leprosos se consideren llenos de salud? ¿Crean normal sus pústulas y sus llagas e incluso presuman de ellas? Perder el sentido del pecado es perder el sentido de la misericordia de Dios. La misericordia, a la que tantas vueltas hemos dado estos últimos meses, no es eliminar o negar el pecado sino dejar que sea sanado por Cristo, que podamos escuchar el “quiero, queda limpio”. Cuando se endurece el corazón se deja de escuchar la voz de Dios para escuchar exclusivamente mi voz. “¡Atención, hermanos! Que ninguno de vosotros tenga un corazón malo e incrédulo, que lo lleve a desterrar del Dios vivo”. La cara amable de Dios no es que no me condene, o que haga la vista gorda sobre mis pecados, en el fondo que no le interese mi vida. La car amable de Dios es el perdón, el abrazarme a pesar de decirle que soy un leproso ante quien todo el mundo huye, en cargar sobre sí mis pecados y sanar mis heridas. Sólo así se encuentra la verdadera alegría. El pago del pecado –por mucho que se niegue o se ignore-, es siempre la soledad, la tristeza, el engaño. Aunque uno no quiera reconocer que tiene cáncer no por eso la enfermedad deja de comerlo por dentro. Reconozcamos, pues, nuestro pecado. No es un reconocimiento humillante ni vergonzoso, pues existe el remedio, el médico, el Salvador. Si alguien no sabe reconocer su enfermedad se acaba muriendo, aunque no sepa de qué. No somos amigos de las autopsias, somos entusiastas de la medicina de Aquél que entregó a su Hijo por nuestra Salud.

Hoy mucha gente no reconoce el pecado, anda enferma por el mundo sin darse cuenta de su enfermedad y de lo contagiosa que es. Pidamos a María, nuestra Madre, su Madre del cielo, que se encuentre con cada uno y nos diga: “Hijo, no te veo buena cara. Sonríe y acércate a Aquel que puede sanarte. Y su Hijo nos dirá: “Quiero: queda limpio.