Comiendo con unos amigos de mis padres en una ocasión, surgía en ellos hablar de su vida religiosa y sus ideas sobre la misma. Siempre que las personas que se dicen creyentes quieren justificar su vida poco o más cristiana, lo hacen diciendo que intentan cumplir los mandamientos y les resulta muy difícil, “es posible sólo para los santos”, o que cumplen los mandamientos porque no matan, ni roban, ni… Para ellos, ser religioso se reduce a una conducta más o menos moral conforme a unas normas que son los mandamientos y ya está.

Pero, podemos afirmar que el llamado “Sermón de la Montaña”, y dentro de él las “Bienaventuranzas”, son el meollo, la médula espinal de todo el Evangelio. Los mandamientos de la Ley de Dios son como “el suelo” por donde caminamos para no “caernos”, lo más básico para vivir moralmente. Ahora, para vivir nuestra fe, la “guía” para caminar en nuestras vidas, para seguir a Jesús y aprender a vivir lo que nos propone, son las Bienaventuranzas.

Ellas, por sí solo, comprimen la Buena Noticia que Jesús ha venido a traer al mundo. Constituyen la línea revolucionaria que trae Dios a la tierra. Las Bienaventuranzas son la norma suprema de conducta del cristiano, seguidor de Jesús. No están redactadas como leyes o mandamientos a manera de imperativo. Son invitación e indicativo de una oferta de transformación en el amor. Son la gran propuesta revolucionaria a la libertad del hombre que, si la acepta, va transformándole en el ideal de persona que Dios proyectó desde su providente plan antes de la creación del mundo. Recordemos aquella cita evangélica que jamás debemos cansarnos de recordar: “por cuanto nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor” (Efesios 1,4). Para eso hemos sido creados… ¡para nada más!

Las Bienaventuranzas son Evangelio, buena noticia, y por tanto invitación a la alegría. Bienaventurados, dichosos, felices, alegres…Parece que a Jesús se le llena la boca y el corazón de gozo al anunciarlas después de vivirlas Él.

Leyéndolas hoy comprendemos las palabras de San Pablo a los Corintios: lo necio del mundo lo ha escogido Dios para humillar a los sabios, y lo débil del mundo lo ha escogido Dios para humillar lo poderoso. La vida cristiana no se trata de vivir normas por las normas, ni de complicarnos la vida. Se trata de hacerse un corazón de pobre, consciente de su vacío que Dios solo puede llenar. Un corazón que no busca poseer sino darse; que se apoya solo en Dios, se pone en sus manos y vive como peregrino, desprendido de lo que no tiene valor absoluto y disfrutando con lo que recibe de Él. Así lo destaca el salmo 145. El corazón de pobre no es orgulloso ni testarudo, ni se hace el centro de nada ni se cree el ombligo del mundo. Dios nos invita a ser pobre de corazón porque este es humilde, sencillo, amable, abierto a los demás y generoso. En mi experiencia, gente así es feliz porque su bondad atrae la simpatía de los demás y recibe lo que da.

Nosotros somos parte de la Iglesia y esta es pueblo de las Bienaventuranzas. Únicamente en ella pueden estas nacer y desarrollarse. Porque en ella Jesús ha puesto los medios necesarios: su Palabra, su presencia real, los Sacramentos, el Magisterio, la Tradición, los santos. No perdamos más tiempo, y en nuestro camino de conversión, pongámonos manos a la obra y utilicemos como guía vital todas y cada una de las Bienaventuranzas.