Comentario Pastoral

“NO ESTÉIS AGOBIADOS”

Cinco veces, en el texto evangélico de este octavo domingo del tiempo ordinario, sale la palabra “agobiarse”. Me parece que no es anecdótico esta insistencia-invitación a una reflexión monográfica sobre el tema que es de perenne actualidad.

El agobio aparece con mil rostros y vestidos diferentes como compañero inseparable en la vida del hombre. “Estoy agobiado y triste”, “estoy cansado de la vida”, “estoy cansado de la vida”, “estoy abrumado por tantas preocupaciones” “he perdido la tranquilidad”, son frases que se escuchan con demasiada frecuencia. Muchos arrastran un corazón vendado, que no conoce la alegría y la paz.

Y te llaman ingenuo e idealista por no pisar la arena de la verdad, si dices o gritas que vale la pena vivir, que siempre hay razones para no desesperar y convertirse a la alegría. ¿Es miope el que se atreve a predicar la alegría cristiana como remedio salvador para los que andan agobiados por las cosas de aquí abajo?.

El corazón de muchos, como un desván en desorden está atestado de cosas ingratas almacenadas desde años, que al irse deteriorando silenciosa e implacablemente, llenan de negra suciedad el interior. Lo que más agobia no es lo que se ve o recibe del exterior, sino lo malo que está dentro de uno y fermenta y se pudre. ¿Por qué no enfrentarse con los agobios que son fruto de la envidia que corroe, del miedo al fracaso, del egoísmo que se manifiesta en venganza, de la duda que nos esteriliza, de las lamentaciones del pasado, etc….?

No están reñidas con el evangelio las preocupaciones justas: las del pan que hay que comprar, el porvenir que hay que preparar, la educación que hay que dar, la justicia y la paz que hay que ganar, los hombres que hay que amar, el mundo que hay que salvar.

La búsqueda del Reino de Dios, es una búsqueda serena y confiada de lo esencial, sin agobios. Sin fe es difícil soportar nada. Con Dios es fácil encontrar sentido a todo. El creyente está convocado a una gran y múltiple actividad en todos los órdenes, pero sin intranquilidad y agobios paganos que desvíen de la opción por Dios para caer en la del dinero.

Andrés Pardo

 

 

Palabra de Dios:

Isaías 49, 14-15 Sal 61, 2-3. 6-7. 8-9ab(R.: 6a)
san Pablo a los Corintios 4, 1-5 san Mateo 6, 24-34

de la Palabra a la Vida

Con este relato evangélico se interrumpe el sermón de la montaña ante la llegada inminente de la Cuaresma. Hoy también encontramos elementos ya empleados por Mateo en las semanas anteriores. Elementos opuestos: despreciar y dedicarse, odiar y amar…la escucha de las Bienaventuranzas conlleva una actitud necesaria y otra reprobable sobre cada circunstancia de la vida.

Es por eso que el Señor vuelve a mirar al corazón para advertirnos acerca de los peligros que nos acechan en su seguimiento: El apego a las riquezas es incompatible con el Reino de Dios. Por tanto, quien quiera vivir en el Reino de Dios, no sólo en el cielo, sino aquí ya en la tierra, tendrá que soltar amarras de cualquier riqueza que dé seguridad a su corazón. No es que Dios busque esa exclusividad por celos, sino porque sabe que todo lo demás no puede satisfacer un corazón que ha sido creado por y para Dios.

Hay que tener el valor de vender las perlas de la colección, aquellas que mostramos orgullosamente al mundo, para poder recibir la perla de más valor, la que más resplandece.

La prioridad de esa elección se fundamenta en la confianza en el que la propone, en la firmeza de Cristo y de nuestra decidida actitud con Él.

Por eso el Señor enseña a los discípulos sobre la importancia de no agobiarse con las preocupaciones mundanas, especialmente aquellas dos más significativas, el alimento y el vestido. La vida es más valiosa que el alimento y el cuerpo que el vestido. Dios, que sabe lo que necesitamos, provee para lo más importante.

Caeríamos en una comprensión simplista del evangelio si lo interpretáramos como una invitación a la pereza, a no hacer nada, a sentarnos sin más a esperar que todo nos venga llovido del cielo. La espera cristiana es activa y debe ser proactiva. Así es la del padre, que sabe lo que necesitan sus hijos y quiere prepararlos para dárselo. Esa laboriosidad, en relación con el Padre, sostenida por el Padre, es la que Cristo quiere enseñarnos. La verdadera laboriosidad supone primero una escucha. En la escucha descubrimos que no hacemos solos, que la vida, el trabajo, la familia o cualquier ocupación, no es una batalla a combatir en soledad, sino de la mano del Padre. Lo contrario es vivir en un agobio estéril. La imagen de los lirios, vestidos con la belleza de su sastre, el Dios creador, superior a la gloria de Salomón, nos recuerda quién ha de obrar y a quién hemos de buscar en el día a día.

¿Buscamos glorias fugaces? A menudo nuestra autocomplacencia se puede camuflar de paz en Dios y hacernos vanidosos en vez de humildes. Por eso necesitamos escuchar a Dios, para no caer en el engaño de la belleza que nos viste cuando en realidad no es así. El Señor nos advierte por eso de la necesidad de ir por la vida aprendiendo a confiar en Dios Padre, esa búsqueda creyente, lejana a la propia de los gentiles: el aplauso de los demás, la alabanza y el reconocimiento de los que me rodean…

«Vosotros buscad el Reino de Dios y su justicia». Porque los que tienen hambre y sed de la justicia, quedarán saciados. Esa justicia no es algo ajeno a Dios: sería absurdo que Jesús planteara al hombre una forma de vida al margen de su Padre. Esa justicia contiene la relación honesta del hombre con Dios, en la que el hombre pone su confianza en la acción de Dios y Dios da al hombre el amor que transforma el mundo.

Nos viene bien escuchar estas cosas antes de entrar en la Cuaresma: en ella se nos va a explicar que hemos elegido -y elegimos- muchas riquezas que no son Dios, que nos confiamos en ellas…y que el Señor va a mostrarnos el brillo de su amor para que no confundamos lo auténtico con lo aparente.

Diego Figueroa

 

al ritmo de las celebraciones


De la oración litúrgica a la oración personal… el prefacio de la Virgen María, madre de la divina providencia

En verdad es justo y necesario,
es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar,
Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno,
por Cristo, Señor nuestro.

Porque en tu providencial designio, la bienaventurada Virgen María,
por obra del Espíritu Santo, engendró al Salvador del mundo.
En Caná de Galilea intercedió ante su Hijo por los esposos,
para que realizara el primero de su signos:
el agua se enrojeció, los comensales se alegraron
y los discípulos creyeron en el Maestro.

Ahora, entronizada como reina a la derecha de su Hijo,
atiende las necesidades de toda la Iglesia
y es para cada uno de nosotros,
confiados a ella por Jesucristo en la cruz,
dispensadora de gracia y madre providente.

Por eso, con los ángeles y los santos
te cantamos, el himno de alabanza diciendo sin cesar:

 

Para la Semana

Lunes 27:

Eclo 17,24-29. Vuélvete al Altísimo y reconoce los juicios de Dios.

Sal 31. Alegraos, justos, y gozad con el Señor.

Mc 10,17-27. Vende lo que tienes y sígueme.
Martes 28:

Eclo 35,1-12. Quien guarda los mandamientos ofrece sacrificios de comunión.

Sal 49. Al que sigue buen camino le haré ver la salvación de Dios.

Mc 10,28-31. Recibiréis en este tiempo cien veces más, con persecuciones y en la edad futura, vida eterna.
Miércoles 1:

Jl 2,12-18. Rasgad los corazones y no las vestiduras.

Sal 50. Misericordia, Señor: hemos pecado.

2Cor 5,20-6,2. Reconciliaos con Dios: ahora es tiempo favorable.

Mt 6,1-6.16-18. Tu Padre, que ve en lo secreto, te lo pagará.
Jueves 2:

Dt 30,15-20. Hoy te pongo delante bendición y maldición.

Sal 1. Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor.

Lc 9,22-25. El que pierda su vida por mi causa la salvará.
Viernes 3:

Is 58,1-9a. Este es el ayuno que yo quiero.

Sal 50. Un corazón quebrantado y humillado, tú, Dios mío, no lo desprecias.

Mt 9,14-15. Cuando se lleven al esposo, entonces ayunarán.
Sábado 4:

Is 58,9b-14. Cuando partas tu pan con el hambriento…brillará tu luz en las tinieblas.

Sal 85. Enséñame Señor, tu camino, para que siga tu verdad.

Lc 5,27-32. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a que se conviertan.