El camino del discipulado no es sencillo, y no precisamente, porque exija de nosotros cosas grandísimas, sino porque se nos pide una sola: vaciarnos de nosotros mismos, entregar la vida, abandonarnos a la voluntad misericordiosa del Padre: “Acepta cuanto te suceda, aguanta enfermedad y pobreza, porque el oro se acrisola en el fuego, y el hombre que Dios ama, en el horno de la pobreza”, afirma el autor del libro del Eclesiástico.

Entendemos, así, la enseñanza de Jesús en el Evangelio de hoy: “Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”; pero el hombre de hoy, quizá más que el de otros tiempos, se cree autosuficiente, todopoderoso, orgulloso de sí mismo y de sus logros, con derecho a todo e incapaz de ceder y de humillarse ante nada ni nadie. Nos resulta incluso más difícil que a los discípulos entender a Jesús, y nos escandaliza su entrega voluntaria. Por eso, aunque seamos cristianos desde hace tiempo debemos aprender de nuevo en la intimidad de Jesús el camino de la humildad, de la infancia espiritual, a hacernos niños abandonados a la voluntad del Padre: “los que teméis al Señor, amadlo, y él iluminará vuestros corazones”.

No se nos pide nada más, pero el no querer vaciarnos de nosotros mismos es lo que hace el camino complicado.