Dios nos creó a su imagen y semejanza y por eso para vivir en comunión ya que Dios mismo es Comunión. El pecado ha roto esta comunión, nuestra con Dios y entre nosotros. Jesús ha venido a restaurar la comunión perdida; su vida, su ofrenda tienen como finalidad que todos seamos uno “como Tú en Mí y Yo en Ti”. Es por esto que a nuestra plena participación en el Sacrificio Eucarístico la llamamos “comunión”, porque nuestra participación en la Muerte y Resurrección de Jesús realiza la unidad entre nosotros y con Dios.

Pero nosotros, como los discípulos, no entendemos cómo se puede realizar esa comunión: la expresión máxima de esa llamada a la comunión, inscrita en la misma naturaleza humana, que es la unión entre el hombre y la mujer tantas veces se rompe. ¿Cómo es posible que esto suceda? Incluso Moisés lo permitió en algunos casos… La respuesta de Jesús es absolutamente asombrosa: “al principio no fue así”, es decir, que en el plan de Dios no aparece la ruptura y, como la hemos provocado los hombres, será El quien nos la conceda de nuevo. La unidad en el matrimonio, en la amistad, en las relaciones humanas, es siempre un don que viene de lo alto; nosotros, y seguro que tenemos experiencia de ello, solo podemos romperla.

Si es un don de Dios debemos pedirlo, insistentemente, como la viuda al juez injusto.