Cuaresma es purificación.

Este año es especialmente así, porque estamos en el ciclo de lecturas donde la Cuaresma apunta a la nueva vida recibida en el bautismo. Y el agua donde nos vamos a sumergir viene del corazón abierto de Cristo en la cruz. De este corazón traspasado brota la sangre y el agua que limpia todo pecado, y te hace libre frente a las esclavitudes de tantos falsos ídolos. ¿Quién no quiere beber de esta fuente y ser purificado por este agua?

Pero hay una condición. ¿Se te ocurriría beber agua limpia, recogiéndola en un recipiente lleno de suciedad? En absoluto. Primero vaciarías el recipiente y luego lo limpiarias con cuidado, para llenarlo de agua fresca y saciar tu sed. Por tanto, para recibir el agua de la vida nueva de Cristo, la condición primera es vaciar el recipiente. Esto es, vaciar el corazón,… ¿pero de qué?

El Señor lo ha dicho: vacíalo de juicios y de condenas. Porque los juicios sobre los demás hacen que no puedan crecer ni redimirse. ¿Para qué voy a intentar cambiar si los que me rodean creen que no tengo solución? ¿Cómo voy a dar de mí, si nadie quiere recibir lo que yo pueda darle? ¿Para qué esforzarse si haga lo que haga siempre seré un maldito?

El único que tendría derecho a tratarnos con juicio y condena, es el mismo Dios para con nosotros. Y sin embargo, Dios siempre espera nuestra redención porque no mantiene sobre nosotros la sospecha ni el prejuicio. Siempre nos mira con ojos nuevos, dándonos una nueva oportunidad cada día. Si no fuera así, no podríamos vivir. Un mundo sin posibilidad de redención, de madurar, de crecer y cambiar, es el infierno.

Da y te darán. Si Dios confia en tí, da confianza a los demás. Si Dios es generoso contigo, aprovecha a ser generoso con los que te rodean. Si Dios te ha perdonado miles de veces, es la hora de volver a mostrar compasión. Y así, vaciado tu corazón, Dios lo llenará con una alegría antes insospechada, una alegría «colmada, remecida, rebosante».

La Cuaresma es fuente de una gran alegría.