«Lavaos, purificaos…»

El profeta Isaías nos vuelve a recordar ese sentido bautismal que atraviesa espiritualmente toda la cuaresma de este año. El carácter penitencial y el cristológico se orientan hacia este aspecto: purificarse.

Los escribas en tiempos de Jesús se habían convertido en verdaderos abogados a los que acudir en los diferentes litigios que podía presentar la vida cotidiana. Por su parte, los fariseos, eran grandes conocedores de las escrituras y por su posición económica tenían tiempo libre y acceso a las escuelas rabínicas de su tiempo. Los fariseos se convirtieron en grandes intérpretes de la Ley y sus tradiciones.  Por eso, los fariseos y los escribas eran considerados por todos como personas rectas, puras, intachables, modelos a los que imitar. Eran personas con gran capacidad. Sus discípulos los consideraban verdaderos «padres». Sentían su relación con ellos como una verdadera paternidad.  Realmente, se les podía llamar «rabí», esto es, «maestros».  Pero para Jesús, había mucha vanidad.

Pero en la vida del Cielo, ¿quienes son los maestros? En la vida del Amor auténtico,  ¿quien son los capaces? ¿Son acaso las personas con varias carreras, los que tienen más cultura o inteligencia? ¿Los que tienen doctorados en filosofía, psicología o teología? El saber ayuda, indudablemente, pero los títulos no nos hacen expertos en la libertad, en la gracia o en el amor.

Me acuerdo de José que se convirtió para mí en un auténtico maestro. Pero no porque me enseñara su sabiduría, sino porque me enseñó la sabiduría de Cristo. Le veía cómo rezaba en la capilla de mi barrio, le veía cómo saludaba a todos con cariño, con un corazón sencillo, abierto a todos, sin prejuicios. Era un hombre lleno de simplicidad,…  siempre, siempre, siempre lleno de una inmensa esperanza. Rechazado por muchos por su aspecto o por su forma de andar, sin embargo, a mí me parecía la persona más imitable del mundo. Hacia años que había tenido que dejar su trabajo, vivía de una pensión vitalicia que le había quedado después de que sus capacidades físicas e intelectuales hubieran decaído por la enfermedad que le produjo aquel envenenamiento colectivo del famoso «aceite de colza desnaturalizado».

José me enseñó la vanidad de las cosas materiales y a poner el corazón en las verdades que no mueren conmigo. A ver que el centro del universo no soy yo sino Dios que nos ha creado a todos. Y cómo Dios me necesita para llevar su Amor y su Luz a los demás. Para el mundo José podía considerarse entre los desechados, pero para mí, era el primero en humanidad. Su felicidad era tener un solo Señor, un solo Maestro, un solo Padre: Dios-Amor. Y así me ayudó muchísimo. Mi servidor, mi amigo, mi «número 1».

Y se cumplió:  «el primero entre vosotros será vuestro servidor».