¿Quién en la zona desértica de Siquem iría al pleno sol del mediodia a buscar agua a un pozo? Sólo una mujer que quisiera estar sola, con algo que ocultar. Esa era la mujer samaritana. Una mujer con una vida dispersa, conviviendo con un hombre que no era su marido, habiendo tenido previamente varias parejas. Ella va a buscar agua necesaria para su vida cotidiana. Pero en el pozo, va a encontrarse con un hombre desconocido a solas -cosa inaudita para las buenas constumbres de Israel- y, para colmo, aquel hombre era un judio, enemigo natural para los samaritanos.

Todo hubiera sido un despropósito si aquel hombre no hubiera sido el mismo Hijo de Dios. En realidad, era Cristo Buen Pastor quien había ido a buscar a una ovejita perdida y sedienta de amor.

Piensa ahora por un momento qué necesita tu vida física… ¿Alimento? Sin duda. ¿Luz? Evidente. ¿Agua? Realmente. Es interesantísimo entonces escuchar a Jesús hablando de sí mismo. Si necesitas luz, Jesús te dice «yo soy la luz del mundo». Si necesitas alimento, Jesús te dice: «yo soy el Pan vivo bajado del Cielo». ¿Y si necesitas agua? Jesús dice a la samaritana: «quien beba del agua que yo le daré brotará en él como un manantial que salta hasta la vida eterna». ¡Qué sorprendente casualidad! Si para tu vida física necesitas esencialmente de estos elementos (agua, luz, alimento…), para tu vida personal necesitas radicalmente de Jesucristo. ¿Qué seria de nosotros si no recibiéramos el agua de su Espíritu de amor? ¿Qué sería de nosotros si no recibiéramos cada domingo el pan que nos alimenta? ¿Qué sería de nosotros si no tuviéramos la luz inmensa de su Palabra? En la misa encuentro todo lo que necesito para vivir y crecer como persona.

El encuentro de Jesús con la mujer samaritana, quedó en los oídos de los apóstoles como el espejo donde mirarnos todos los hombres. Jesús no se esconde de cada persona, sobre todo de los pecadores. Será Jesús quien saldrá al camino de cada hombre y mujer a lo largo de toda la historia para hacerle una oferta única: ser la fuente de su vida. Aquella mujer se dio cuenta de que el pozo al que con tanto afán iba cada día debía ser sustituido por otro pozo más profundo y de agua de vida eterna. Y en sus labios aparece una de las más bellas oraciones del evangelio: «Señor, dame de beber…».

El final del encuentro de Jesús con la samaritana tiene un detalle precioso y significativo. La mujer  cuando descubre a Jesús como el Mesías esperado, salió corriendo llena de entusiasmo para encontrarse de nuevo con las personas de las que antes estaba huyendo y contarles a todos que era una persona nueva. Y se olvida del cántaro, dejándolo a un lado, pues ya no vive de preocuparse sólo por consumir y lo material, sino que ya ha adquirido aquello que te hace vivir totalmente: encontrar al Amor que la ama y la conoce personalmente, que no la condena sino que la acoge con cariño, y que la ha llamado a derramarlo a los demás para que todo se llene de Vida, y viva para siempre.