El tema de la muerte y la vida atraviesa como hilo de oro todas las páginas de la Sagrada Escritura, ya incluso desde los primeros relatos del Génesis. Pero, es importante entender que a la Biblia no le interesa describir algo tan evidente como es la vida y la muerte biológicas de todo hombre, pues la perspectiva en la que se sitúan los textos sagrados es, sobre todo, salvífica. Por tanto, lo que interesa aquí es entender en qué consiste la verdadera vida y en qué consiste la verdadera muerte del hombre. Los primeros versículos del Génesis dejan muy claro que la verdadera vida del hombre procede solo de Dios, y así se ve a lo largo de los relatos que narran la creación; y, al contrario, la muerte verdadera del hombre no es la que experimentamos necesariamente en el orden de lo biológico sino la que introduce el propio hombre, a través del pecado, cuando se rebela contra Dios como su Dueño y Creador.

Por eso, el Señor, dialogando con los fariseos, grandes conocedores de los textos del Génesis y de todo el Antiguo Testamento, les recuerda algo tan sencillo como que la verdadera muerte del hombre está en el pecado: “Si no creéis que «Yo soy», moriréis por vuestros pecados”. Cuando aquellos incrédulos fariseos oyeron pronunciar en labios de Jesús el nombre que Dios había revelado a Moisés, “Yo soy”, entendieron perfectamente que el Señor les estaba confesando su divinidad: Aquél que se reveló a Moisés diciéndole su nombre, “Yo soy”, es el que estaba allí hablando con ellos. “Yo soy” era el nombre con el que Dios se reveló a su pueblo de Israel, y comunicar el nombre era expresar su esencia, su identidad divina. El pecado de los fariseos era, por tanto, sumamente sutil y refinado, porque precisamente en nombre de la Ley de Moisés, ellos se negaban a aceptar que Jesús era Dios y, por lo tanto, el Mesías anunciado por el mismo Moisés. ¿Podía haber mayor hipocresía y soberbia que esta?

En realidad, si el corazón, o la razón, se empecina en no querer ver, ya puede venir el Señor en persona y hacer numerosos milagros delante de nuestras narices que nada de nada. Por eso, el gran pecado de soberbia es el principio de la verdadera muerte del hombre, porque nos incapacita radicalmente para abrirnos a la verdad y, por tanto, a la salvación. El Señor, sin embargo, no deja de indicarnos el camino a seguir: “Cuando levantéis en alto al Hijo del hombre, sabréis que «Yo soy»”. Será necesaria la Cruz, como signo del amor supremo de Dios, para que sea destruido todo pecado y renazca en el hombre la verdadera vida. La Cruz es ciertamente el camino hacia la vida de la resurrección, pero solo si nos acercamos con el corazón rendido de fe.