Se ha hecho famosa y resultona la frase de Cristo que recoge el Evangelio de hoy: “La verdad os hará libres”. Se ha empleado tantas veces y con tantos sentidos, que casi se ha convertido en una especie de slogan revolucionario, que puede servir igual para anunciar una huelga de transportistas que para justificar la okupación de algún inmueble abandonado. Alguno, incluso, se ha aventurado a tergiversarla descaradamente diciendo que, en realidad, “la libertad nos hará verdaderos”. Es decir, que, fuera de contexto, cualquier cosa sirve para decir cualquier cosa. Porque, si bien el tema de la libertad es siempre muy atractivo y capaz de suscitar interesantes debates, no siempre queda tan clara su relación con la verdad y, mucho menos, con la realidad del pecado, a la que se refiere Cristo en el Evangelio de hoy.

Difícilmente puede enfocarse bien el tema de la libertad cuando la consideramos al margen de la disyuntiva verdad-pecado, o si se quiere, verdad-mentira. Porque, nos guste o no, el pecado nos lleva a vivir en la mentira, con uno mismo y con Dios, con lo que se convierte en nuestra principal fuente de esclavitudes. Claro que hoy hemos perdido la conciencia y la noción del pecado, con lo que la libertad la entendemos en relación a los derechos y no en relación a la verdad. Hemos sustituido la tremenda realidad del pecado por eufemismos más suaves como el error humano, la equivocación, los límites propios, etc. Así que, al final, es fácil justificar cualquier forma de entender la libertad: lo mismo da la libertad con los okupas que te arrebatan tu propia casa que la libertad con que el dueño de la kasa está obligado a cederles el uso del edificio.

Se pierde la conciencia del pecado cuando se pierde también la conciencia del amor de Dios. Y, si no es desde la verdad del amor, difícilmente puede entenderse con todo su significado la verdadera libertad, esa que nos ha alcanzado Cristo en la Cruz, cuando abolió para siempre la ley del pecado. El hombre solo crece en libertad cuando es capaz de vivir en la verdad del amor. Y esto, más que entenderlo a través de numerosos debates, se vuelve claro y diáfano solo en la medida en que se vive. Pero, el pecado nos va oscureciendo la mirada, de tal manera que nos hace creer que nuestras esclavitudes no son tales, y nos va enturbiando el corazón, hasta el punto de acostumbrarnos a amar y a considerar como buena la mentira que se encierra en esas esclavitudes. Cada uno ha de descubrir y desenmascarar qué cosas le hacen esclavo: el qué dirán, la opinión ajena, ser el centro de atención de todos, el activismo, la soberbia de creerse siempre superior a los demás, el afán de poder, la ambición de figurar y de ser tenido en cuenta, etc. Saber situarse con realismo y humildad ante la verdad de lo que soy nos libera de la mentira y nos libra de muchas meteduras de pata. Pidamos hoy al Señor ese don de la verdad, para que su Cruz nos libere realmente de la esclavitud del pecado.