Se nos da muy bien eso de clasificar a las personas por las obras que hacen, porque, es verdad: nuestras obras dicen mucho de nosotros. Y como alguien te ponga una etiqueta difícilmente te la quitas de encima, por mucho que hagas el pino con una mano, o por mucho que entre tus obras se cuenten los milagros más extraordinarios, como le pasaba a Jesús. Los judíos de entonces apelaban a su blasfemia para justificar su deseo de apedrearle, obcecados como estaban en no querer ver y reconocer sus obras. Porque en el momento en que hubieran creído en alguna de sus obras, se veían obligados a reconocer su divinidad y, por tanto, a reconocer que Él era el Mesías del que hablaba toda la Ley y los Profetas. Y entonces tenían que cerrar el chiringuito, cosa que no estaban dispuestos a aceptar de ninguna de las maneras. Así que frente a las obras que realizaba el Señor, los judíos se empeñan en ver a un hombre que blasfema, porque dice que es Dios, mientras que el Evanelio señala también que muchos creyeron en Él.

La vida cristiana siempre ha sido un signo de contradicción. Hagas lo que hagas, los demás siempre podrán sacarte punta al lápiz, para bien o para mal. Si haces, te juzgan porque lo haces, y si no haces, te juzgan porque no lo haces. No hay más que ver la cantidad de interpretaciones, rumores, suposiciones e imaginaciones que puede suscitar en los demás cualquiera de nuestras palabras, gestos o acciones, sean buenas o malas. Todo el mundo opina de todo, y todos te dan su valoración moral, aunque muchos no tengan ni idea de por dónde se andan. Y como aquí vale todo, pues todo depende del cristal con que se mire, y todo vale para cada cual según su propio criterio. No por casualidad está de moda eso del jurado popular, y pobre de aquel que caiga en manos de la justicia popular como el pelele cae en las manos de quienes le mantean.

Al final, hay que actuar cara a Dios, y no a merced de la opinión ajena, sabiendo que Dios ve lo escondido del corazón, allí donde ningún jurado popular puede llegar. Esta sinceridad interior tampoco nos justifica para que podamos hacer lo que nos da la gana, pero sí nos da una tremenda libertad para actuar según Dios y no según la opinión ajena y el qué dirán. Mientras sigamos haciendo de nuestra fe cristiana un mero protocolo social no solo no atraeremos a nadie sino que nosotros mismos nos cansaremos de vivir así la fe y terminaremos claudicando de ella o instalándonos en la comodidad. Hace falta mucha sinceridad de vida, y mucho examinar la intención de nuestros actos, para darnos cuenta de la cantidad de veces que, a lo largo de la jornada, actuamos más por imagen social que por imitar a Cristo. Y al final, nuestra fe va por un lado y nuestras obras por otro, con lo que resulta que la doble moral está a la orden del día y terminamos aceptándola como la cosa más normal del mundo. Dejemos que la fuerza de la Cruz purifique de verdad el corazón, para que de él nazcan obras verdaderamente buenas, en las que se refleje la vida de Dios.