Aumenta la persecución contra el Señor, en estos días previos a la Semana de Pasión. Los judíos andan confabulando el mejor modo de atraparle y darle muerte y, sobre todo, buscan continuamente justificar con el mejor de los motivos posible el odio contra el Señor: “¿Qué hacemos? Este hombre hace muchos signos. Si lo dejamos seguir, todos creerán en él, y vendrán los romanos y nos destruirán el lugar santo y la nación”. Es triste ver que, al final, son capaces de admitir la muerte de un justo, con tal de salvar el propio pellejo: si sigue haciendo signos, todos creerán en él y nosotros perderemos muchos adeptos; si sigue haciendo signos, tendremos problemas con las autoridades romanas y lo que nos interesa es llevarnos bien con ellos, no sea que perdamos nuestro status económico. Es decir, hay que salvar la propia imagen como sea y si para eso tiene que morir un justo e inocente, que muera.

Cuantas veces claudicamos en lo más noble y sagrado solo por quedar bien, por conveniencia económica, por no salirnos de lo políticamente correcto, por salvar la propia imagen, etc. Si, además, hemos perdido la conciencia de la sacralidad de toda persona humana somos capaces de cualquier cosa sin escrúpulo ni remordimiento. Y nadie está libre de ello, aunque sea en el transcurrir cotidiano de nuestra vida, o en el ambiente más eclesial que nos podamos imaginar. Instrumentalizar al otro, servirnos o aprovecharnos de él, incluso en nombre de un motivo justo y hasta cristiano, puede estar a la orden del día. Por eso, los judíos llegaron fácilmente a una conclusión: “Conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera”. Es decir, conviene que uno muera, si queremos salvar nuestros propios intereses religiosos, económicos, políticos, etc.

Tarde o temprano, quien actúa con estos criterios termina pagando un alto precio. Vivir el Evangelio requiere mucha sinceridad de vida, mucha rectitud de conciencia, mucha limpieza de miras y de intenciones en nuestros actos, porque nadie está libre de utilizar el bien como excusa aparentemente justa para hacer el mal. Y el Señor, sabiendo que se avecinaba el momento supremo de su vida, no rehúye la Cruz sino que espera el momento oportuno, la Hora del Padre, para abrazarla y entregarse en ella. Solo el Espíritu Santo puede ayudarnos a penetrar un poco en los sentimientos que llenaban el Corazón de Cristo en estos días previos a la Pasión. Nada de resignación, de resentimiento, de miedo, de debilidad. Solo el amor explica su entrega hasta el extremo de la Cruz y solo el amor pudo sostenerlo en cada momento de su Pasión. Pidámosle a la Virgen Dolorosa, que supo permanecer serena y firme al pie de la Cruz, que de su mano sepamos contemplar en estos días el misterio tremendo de salvación que se cumple en la entrega de la Cruz.